San Salvador.- Observa desde su magnífica altitud. Me mira desde el fondo de sus cuencas oscuras y firmes. Con solidez y sin esfuerzos sostiene dos coronas de laurel. Ambas pesan y reconfortan. Su imponente simbolismo corona a la libertad.
Yo le suplico para que me inspire una crónica contra reloj. Que me aventure hacia un nuevo e íntimo reto. Le pido al pie de su majestuosidad me hable de personajes históricos, comunes y hasta oscuros.
Esos como usted, yo o cualquiera. Repletos de miedos y desafíos. De sustancia y desazón. No me preocupa que mi parecer reflexivo desborde la risa de algún colega atribulado por el tiempo y el cansancio. Quizá todo eso me estremezca.
Juro que el Ángel hunde la cabeza entre sus hombros. Incluso llora y se libera. Su memoria erigida al Monumento a los Próceres le recuerda emocionado esos días de 1911, desde cuya cumbre parece que gobernará para siempre.
Leo a sus pies y tal vez en bronce un pedazo de historia. Me siento náufrago de ciertos conocimientos. Por suerte, cada cual tiene sus apetitos de supervivencia, y las formas de lamerse las heridas de la ignorancia.
Solo en mi reflexión devoro todo lo escrito en metal que está en la granítica base que sostiene la majestuosidad del Ángel.
Con sus mejores enseñanzas y recuerdos decido partir y encontrar un lugar donde todo lo que he vivido tras este encuentro pueda ser trazado con algunas sinceras letras.
Más adelante, cuando las tensiones del viaje se rebajen tal vez comparta con alguien esta especial experiencia.
Me despido del Ángel, que mira desde su altitud. Esta vez no solo me observa desde el fondo de sus cuencas oscuras y firmes. Creo me guía, aunque con solidez y sin esfuerzos sostenga dos coronas de laurel, que pesan, reconfortan y liberan. Al menos a este caminante.