Siempre que se aprueba una norma jurídica con razón se dice: ahora hay que hacerla cumplir. Y para coronar ese objetivo esencial el mejor derrotero, como plantean los juristas, es interpretar cada ley en su letra y en su espíritu.
Grupos sociales defensores de los derechos de los animales, además de su quehacer bondadoso de rescate, curación, adopción y seguimiento de ejemplares abandonados, reportan oportunamente irregularidades relacionadas con prácticas de maltrato que califican como delito y se tipifican en el actual Código Penal.
La conciencia animalista de los integrantes de esa red apunta por un mayor rigor judicial en relación con las horribles peleas de perros, pues las multas impuestas a los actores de esas conductas lesivas resultan insignificantes comparadas con el monto que encierran las apuestas acordadas. Algunos abogan porque las medidas lleguen incluso al decomiso de los animales, decisión que posibilitaría librar a esas criaturas del martirio a que son sometidas.
El componente cultural vuelve a ser decisivo. La debida atención a los animales en su convivencia con los seres humanos exige una infraestructura al menos aceptable que integre variados servicios veterinarios. Por cierto, abundan las quejas de la población por los elevados precios aun en instituciones sanitarias estatales como la ubicada en la capitalina avenida Salvador Allende (Carlos III).
Como sabemos la vida es más rica que cualquier normativa. Esa máxima viene a recordarnos cuánto nos falta en materia de conceptos e implementación en favor del bienestar animal, que es decir bienestar humano. Sí, porque el orden que logremos alrededor del reino animal en la sociedad repercutirá directamente en la salud, higiene y satisfacción de los ciudadanos.
Ya es hora de contar en parques y otros espacios públicos con bolsas y cestos para recoger y depositar el excremento de nuestras mascotas. Puede parecer una demanda exquisita, pero no. Tal aspiración debemos verla como un elemento propio de civilización.