“Hoy a las ocho de la mañana condujo aquí el batallón de León, en medio de un gentío inmenso, el cadáver de Ignacio Agramonte, su caballo con montura, su equipo y su cartera. El pueblo acude en tropel a ver dicho cadáver del insurrecto que se titulaba mayor general, que se ha depositado en San Juan de Dios”. Así reportaba desde Puerto Príncipe el corresponsal del Diario de la Marina los acontecimientos del 11 de mayo de 1873.
Ni 24 horas habían transcurrido desde la muerte del héroe durante un combate en el potrero de Jimaguayú, 25 kilómetros al sur de la actual ciudad de Camagüey, y todavía causaba pavor.
Apenas enterado de su “éxito”, el Batallón de León se había apresurado a retirar el cuerpo del campo de batalla y regresar a la capital de la jurisdicción, por entonces virtualmente sitiada por las fuerzas del Ejército Libertador. El cerco no alcanzaba a ser completo debido a la existencia del ferrocarril hacia Nuevitas, pero las autoridades colonialistas eran conscientes de lo vulnerable de su posición.
En diciembre de 1872 la situación resultaba tan grave que la Capitanía General de Cuba había decidido crear el llamado Cuerpo de Ejército de Operaciones del Centro, con autoridad sobre la actual provincia de Camagüey y los territorios avileños al este de la trocha de Júcaro a Morón. Su estado mayor era dirigido por un oficial que ya labraba su sanguinario renombre: Valeriano Weyler.
Pero la represión no afianzó el dominio. En Camagüey España solo ejercía control efectivo sobre un puñado de guarniciones rurales: la Trocha, los puertos de Nuevitas y Santa Cruz del Sur, además de la ciudad de Puerto Príncipe y su “zona de cultivo”. En suma, no más de mil kilómetros cuadrados en una demarcación casi 20 veces más amplia.
La hostilidad entre camagüeyanos y españoles se extendía a ámbitos tan impensables como el del idioma. “…a nuestros hijos, los directores de colegio […] tienen órdenes de hacerles pronunciar muy claro y distintamente la C y la Z, y que si no lo hacen, los despidan y den parte a la policía”, describe un artículo periodístico de la época referenciado por la fallecida historiadora Elda Cento. Los colonialistas se sabían repudiados por los lugareños, quienes abrumadoramente apoyaban a sus rivales.
Aquel 12 de mayo de 1873 el cadáver de El Mayor desapareció. La leyenda siguió acompañando al héroe y aunque se dijeron muchas versiones, investigadores agramontinos, cientos de años después, buscan sus restos.
Sus trabajos, comenzados desde antes de la pandemia de la COVID-19, han desmentido mitos como el de la supuesta dispersión al viento de las cenizas o su enterramiento en una fosa común. Fernando Crespo, investigador de la Oficina del Historiador de la Ciudad de Camagüey, ha resaltado que lo más probable es que El Mayor fuese sepultado en alguna de las cinco tumbas individuales que, según los archivos archidiocesanos, se cavaron el 12 de mayo en el Cementerio General. No había justificación para la preparación previa de inhumaciones colectivas, acotó.
Aquel muerto, en efecto, daba susto a los soldados del rey, según la acertada descripción de un poema que en otros tiempos aprendían, casi religiosamente, los escolares camagüeyanos. Solo así puede entenderse la precipitación con que actuaron las fuerzas colonialistas.
Hacia el final de la tarde del 12 de mayo el cadáver del héroe ya había sido sometido a necropsia y otros procedimientos legales y quemado dentro del camposanto, al amparo de sus altas tapias y un amplio despliegue de soldados y voluntarios de la Corona. “Esa noche hubo festejos en la Plaza de Armas por los elementos españolizantes. El pueblo revolucionario guardó luto y lloró su caída”, ha recordado el historiador Francisco Luna.
Había que deshacerse del héroe lo antes posible y en las semanas que siguieron, incluso el rincón del hospital de San Juan de Dios en el que el Padre Olallo lavara el cadáver y orara por su descanso, se convirtió en sitio de silenciosa peregrinación.
“Dejó un violín con muy buenas cuerdas, y muy bien templado, y yo no he hecho más que pasarle la ballestilla”, comentó el Generalísimo Máximo Gómez años después, hablando de El Mayor y la fuerza de caballería a la que dedicó sus desvelos, la misma que comandaba el fatídico 11 de mayo en que una bala enemiga lo encontró combatiendo como un soldado más.