Fue el Guáimaro de abril de 1869 un pueblo de encuentros, al que —dejando a un lado sus diferencias— acudieron los patriotas de la Cuba en guerra para fundar nuestro Estado nacional.
Del acierto con que lo hicieron da fe la circunstancia de que muchos de los postulados de aquella carta magna —la igualdad ante la ley, la condición de «soldados» atribuida como principio a todos los ciudadanos de la República…— sigan teniendo rango constitucional.
Como «un código donde puede haber una forma que sobre, pero donde no hay una libertad que falte», describió José Martí la Constitución de Guáimaro. Su redacción corrió a cargo de Ignacio Agramonte y Antonio de Zambrana, camagüeyano y habanero, respectivamente, los secretarios designados por la Asamblea para elaborar el borrador que habrían discutir y aprobar los delegados de Oriente, Camagüey y Las Villas.
Mucho de lo llevado al papel se había acordado con antelación. Sobre todo durante negociaciones entre camagüeyanos y orientales, que buscaban conciliar el civilismo militante de los primeros con el pragmatismo caudillista de los segundos.
Las susceptibilidades eran tales, que los futuros anfitriones de la Asamblea reclamaron que el número de delegados fuese prácticamente el mismo para las tres regiones, a pesar de sus grandes diferencias poblacionales. Ya durante las sesiones constituyentes Salvador Cisneros, el líder de la delegación camagüeyana, llegó a proponer el establecimiento de gobiernos virtualmente independientes para cada uno de los cuatro estados en que se dividiría la Isla.
Fue entonces que Agramonte prestó a la República un servicio tan valioso como poco recordado, al defender la pertinencia de un gobierno único en vez de una confederación que hubiese dado al traste con el frente común que requerían los esfuerzos de la guerra. Además, en tiempos en que todavía estaba formándose la identidad nacional, cualquier rezago regionalista era un peligro, como se comprobaría años después.
De las aulas a la manigua
Parte de sus concepciones constitucionalistas habían sido anticipadas por el patricio camagüeyano en su tesis de grado para el título de Licenciado en Derecho Civil y Canónico, en 1865.
El 8 de junio de aquel año El Mayor había acudido al convento de Santo Domingo —ocupado entonces por la Universidad de La Habana— para proclamar sus ideas mientras cumplía el ejercicio académico. La fecha, en la actualidad, es conmemorada como Día del Jurista Cubano en reconocimiento a su valentía y la validez de sus propuestas.
Agramonte descendía de una estirpe de abogados ilustres, y había crecido bajo la influencia de los paradigmas libertarios de la revolución francesa y la tradición constitucionalista de los Estados Unidos.
Por eso, no sorprende que en su tesis abogara por un gobierno propio para los cubanos, fundado en los derechos del individuo, que consideraba «inalienables e imprescriptibles».
«La ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los Gobiernos», resaltaba.
Pero la futura República no debía fundarse sobre la anarquía, acotaba. «La sociedad no se comprende sin orden, ni el orden sin un poder que lo prevenga y lo defienda, al mismo tiempo que destruya todas las causas perturbadoras de él».
Serían los principios que guiarían su actuación luego del comienzo de la Guerra de los Diez Años, como integrante del Comité Revolucionario del Centro, el «gobierno autónomo» del Camagüey durante los primeros meses de lucha.
Agramonte, que se había alzado en armas el 11 de noviembre de 1868, en febrero del año siguiente logró la completa abolición de la esclavitud en el territorio del departamento, mediante un decreto que contrastaba con la «emancipación con indemnizaciones» que Carlos Manuel de Céspedes había tenido que promulgar para no enajenarse el apoyo de los ricos esclavistas orientales y habaneros.
El tema debe haberse contado entre los más debatidos durante las entrevistas que antecedieron a la reunión en Guáimaro. El prestigioso jurista Fabio Raimundo Torrado, fallecido en 2022, lo consideraba uno de los «aspectos más descollantes de la Constitución», por su significación social.
«Ahí precisamente estuvo su brillantez como jurista: en que todo lo que había estudiado, todo lo que pensaba acerca de su proyecto de Revolución, de cambios en Cuba, intentó llevarlo al campo insurrecto», como ha explicado el historiador camagüeyano Fernando Crespo, investigador de la biografía de El Mayor.
Sin caso tiempo para mostrar y ejercer sus funciones como abogado, Agramonte dejó una impronta y pensamiento que aún hoy son guías. Pues como dijera Martí: “Y a los pocos días de llegar al Camagüey, la Audiencia lo visita, pasmada de tanta autoridad y moderación en abogado tan joven; y por las calles dicen: ‘¡ése!’ y se siente la presencia de una majestad (…)”