Son tantos los recuerdos que se agolpan en la mente de Aida Juliana García Alonso, que a veces quisiera que algunos se borraran. A sus casi 90 años ha visto mucho tiempo correr, y algunas escenas de la vida han quedado grabadas en su mente como si fueran fotografías.
La presencia de la vieja casona en el antiguo central Andorra (después Abraham Lincoln, en Artemisa) en la cual transcurrió parte de su existencia, es recurrente. Cierra los ojos y puede hablar con precisión de sus padres, Pablo y María de Jesús; de los detalles del hogar; de las comidas que se preparaban y hasta la mancha de un mantel blanco que tanto le gustaba. Aparecen los árboles que crecían en el patio, los hermanos de juegos y aventuras; y en un lugar muy especial, están los cinco vástagos que también crecieron en ese amado hogar.
“Mis padres son oriundos de San Cristóbal, pero vinieron a vivir a Artemisa. Mi papá era jefe de la planta eléctrica del ingenio. Se preocupó por su superación e hizo un curso por correspondencia sobre electricidad. Además de libros técnicos, compraba otros, también periódicos y revistas como Bohemia y Carteles, aún tenemos muchas de éstas”, dice y refiere que de ahí viene su gusto por la lectura, pues siempre tenía un libro a mano.
Tuvo oportunidad de superarse. “Me formé en la Escuela del Hogar en Pinar del Río y luego comencé a estudiar Licenciatura en Pedagogía, en la Universidad de La Habana. Ya estaba en el último año, cuando la dictadura batistiana cerró el alto centro de estudios”.
De una familia rebelde
En la familia, se habla con respeto y admiración de Eduardo García Lavandero, el destacado combatiente revolucionario, asesinado por los esbirros batistianos.
“Era hijo de mi tío Alberto. Era muy activo, le gustaban los deportes, en especial el béisbol. A veces se aparecía en mi casa y nos sorprendía con su visita. En todo momento, estuvo contra las injusticias”, afirma y asegura que después del golpe de Estado del 10 de marzo por el dictador Fulgencio Batista, se entregó por completo a la lucha revolucionaria.
Entre las acciones relevantes en las que participó Lavandero estuvo el sabotaje a la agencia de venta de autos Ambar Motors, en Infanta y 23, en la capital, sitio donde se almacenaban los vehículos de la policía.
Rememora que el 23 de junio de 1958, cuando Eduardo murió, se enfrentó con una pistola a los policías que lo perseguían. Herido en una pierna, logró evadirlos, pero un delator dio a conocer el sitio donde se encontraba.
Era un hombre valiente. Solo, se batió con los esbirros, que lo lograron abatirlo. En su cuerpo encontraron huellas de más de 50 proyectiles. “Ese día, salí con una tía mía para ir al entierro a La Habana, pero no llegamos a tiempo, todo transcurrió muy rápido, la dictadura obligó a que el sepelio se realizara en la capital. Su mamá sufrió mucho, ese día también falleció otro de sus hijos, que estaba enfermo. Luego del triunfo de la Revolución, los restos mortales de Eduardo fueron trasladados para Artemisa”.
Aida recuerda que, en la casa de sus padres, tenían un radio. “Por las noches, mi papá y yo, lo poníamos bajito para escuchar Radio Rebelde”, acota y subraya la felicidad que todos experimentaron en enero de 1959.
Desde que nací soy revolucionaria
Aprovechando su formación, Aida incursionó en el magisterio. “Impartí clases en una escuelita que estaba en Orozco, actual provincia de Artemisa. Fue solo por un tiempo, después vine para el Banco de Artemisa, pero salí embarazada. Con algunos años de diferencia entre uno y otro, tuve a mis cinco hijos: María Dolores, Dagoberto, Yamile, Pablo Manuel y Liuba. Me dediqué a su crianza, a prepararlos y formarlos para que fueran hombres y mujeres de bien. Cuando ellos llegaban a la escuela ya tenían las primeras nociones de la lectura”.
Entregada a las labores de la FMC, apoyó las tareas organizadas en función de la comunidad. “Yo creo que desde que nací soy revolucionaria. Hoy hay gente que ve solo las dificultades que tenemos, yo veo las cosas buenas. Porque antes existía mucha pobreza en todos los bateyes, desalojos, enfermedades, no había médicos y llegar a un hospital era muy difícil”, añade.
Rodeada de amor, vive ahora en Artemisa. Con el tiempo, ha tenido que cambiar algunos de sus hábitos. Ya no puede leer en la cama, porque la cervical no se lo permite. “Prefiero los libros de historia o las biografías. No me gusta la ciencia ficción. Veo los noticieros, y leo los periódicos, pero ahora demoran en llegar”.
Otro de sus placeres son las plantas. “Me gustan mucho las rosas y los girasoles. Aunque la sequía las ha golpeado mucho, siempre en mi jardín tenemos flores”.
En los últimos años, para ocupar el tiempo ─ la salud no le permite dedicarse a los quehaceres de la casa─ y evitar que la maraña de recuerdos la asalten a menudo, recurre a las cartas para jugar solitario, aunque hay sucesos que nada puede borrarlos. También se entretiene con Sofía, la pequeña biznieta, a la que le inculca valores y le habla de historia.
Fiel a su mayor placer, entre sus manos sostiene el libro Testimonio del chofer y escolta de Fidel, escrito por José Alberto León (Leoncito). Es una de las últimas adquisiciones y ya casi lo está terminando. “Pero tengo otros, siempre hay un libro que me espera”.
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