Hablaremos esta vez de un tema que me apasiona, por decirlo de una manera galante. Porque en realidad lo más exacto sería confesar que me incomoda con bastante frecuencia: se trata de algo tan sensible para casi todo el mundo como es el empleo de nuestro tiempo.
No obstante a esos rasgos tan característicos del tiempo, es muy usual que algunos individuos desconsiderados nos lo quieran administrar contra nuestra voluntad, hacérnoslo perder, despilfarrarlo.
También hay quienes pierden su tiempo por voluntad propia, y eso es una decisión muy personal, que si bien podemos cuestionar o motivarnos para dar a alguien un buen consejo, sobre todo a la gente más joven que no siempre valora lo efímero de las oportunidades que la vida nos ofrece, no nos queda más remedio que respetar, porque al fin y al cabo es el tiempo ajeno, de otros, no el nuestro.
Lo que no logro admitir, casi ni siquiera tolerar, es que me impongan un mal uso de mi tiempo. Y coincidirán conmigo los oyentes de que ese es un abuso muy reiterado. Citaciones para reuniones o actividades que nunca ocurren o comienzan mucho después de la hora a que nos convocan, organizadores precavidos que para garantizar la asistencia fijan un horario con una desmedida antelación al verdadero inicio previsto, o personas que improvisan y pierden el hilo de cualquier discusión sin considerar la impaciencia o urgencia de quienes les escuchan.
Hay muchas maneras posibles para irrespetar el tiempo de cada uno de nosotros, y tal vez la mejor fórmula para evitarlo es que cada quien sea un fiel guardián del suyo. Exigir en cada momento y de la forma adecuada los límites que estamos dispuestos a consentir para el uso discrecional de ese flujo implacable que son los acontecimientos cotidianos en que nos vemos envueltos.
Y el asunto es mucho más serio que las incomodidades o perjuicios que esta dilapidación del tiempo nos puede ocasionar para nuestras vidas particulares. También hay una implicación económica y social en el derroche de cada instante, lo cual impacta en la ineficiencia de no pocas empresas o entidades que producen o brindan servicios que parecieran eternos, con un daño irrecuperable y medible en sus costos y gastos.
De manera que incluso mi tiempo, nuestro tiempo, no solo es una propiedad o posesión individual, sino que muchas veces es una riqueza colectiva, que al desaprovecharla nos pone en deuda con los demás, ya sean nuestros colegas de trabajo, nuestras familias o la sociedad en general.
Y me detengo aquí, porque posiblemente ya me esté propasando con los minutos planificados para este comentario y con los segundos que pueden dedicarle quienes amablemente ahora lo escuchan. Además, como pueden imaginar, es hora de emplear en otros propósitos ese tesoro invaluable que es —definitivamente— mi tiempo.
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