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En Cuba la “democracia representativa» constituyó un colosal engaño

En un enjundioso texto titulado La República cubana de 1902: logro y frustración. El destacado historiador, ya fallecido, José Cantón Navarro abundó sobre la corrupción política y administrativa y su expresión en los procesos electorales.

A continuación reproducimos fragmentos del mencionado artículo:

Otra característica frustrante de la república mediatizada fue la corrupción, vicio generalizado en los partidos políticos burgueses y en la administración del país. Desde luego que hubo figuras limpias en ambas esferas; pero constituyeron contadísimas excepciones, y casi siempre se vieron precisadas a abandonar las actividades públicas, e incluso algunas decidieron apelar al suicidio, por considerarse impotentes ante la descomposición moral que las rodeaba.

 

 

Una muestra de esa incurable corrupción política fueron los procesos electorales llevados a cabo para elegir a los gobiernos de la nación, de las provincias y de los municipios. En más de veinticinco de esos procesos que tuvieron lugar entre 1901 y 1958, no hubo uno solo que pudiera librarse de la compra-venta del voto, la presión de los «caciques» locales sobre su enajenada «clientela política», la amenaza de cesantía o desahucio para empleados, obreros y campesinos si se negaban a votar por los candidatos de sus jefes, patronos o latifundistas, y los fraudes más inauditos. En no pocas ocasiones, se practicó el «cambiazo» en los colegios electorales, con el uso de la fuerza por parte de los cuerpos armados.

Estos escandalosos fraudes dieron origen a sonadas protestas populares, incluyendo insurrecciones de los sectores afectados, como las de agosto de 1906 contra el gobierno de Tomás Estrada Palma, y la de febrero de 1917 contra el gobierno de Mario García Menocal. En ambos casos se produjeron intervenciones militares de los Estados Unidos, no para restablecer los derechos cercenados, sino para proteger los intereses del imperialismo y la oligarquía.

De modo que la llamada «democracia representativa» constituyó un colosal engaño. Por ello, desde las primeras décadas republicanas hubo sectores de la población que repudiaron la política, y que sólo se decidieron a participar en ella cuando aparecieron organizaciones y partidos revolucionarios (Partido Comunista, Joven Cuba, Unión Revolucionaria, etc.) que hicieron suyas las más sentidas reivindicaciones populares, entre ellas la honestidad política y administrativa.

Los únicos comicios en que las maniobras politiqueras incidieron muy poco sobre sus resultados, fueron los celebrados en 1939 para elegir a los delegados a la Convención Constituyente de 1940. Como en esas elecciones no se cubrían cargos públicos de los que se derivaran reparto de empleos, «botellas» (puestos públicos en que los favorecidos cobraban sin trabajar) ni otras sinecuras, los politiqueros de oficio mostraron poco interés en ellas. El resultado de dichos comicios reflejó con bastante exactitud la pujanza real de las diferentes fuerzas políticas.

Indisolublemente unida a la podredumbre política, la corrupción administrativa caló hasta los huesos de la república. Un papel bochornosamente destacado en el auge de esta lacra le correspondió a la administración norteamericana que sufrió Cuba entre 1906 y 1909, durante la segunda ocupación yanqui. El gobernador provisional, Charles E. Magoon, utilizando la corrupción como arma de gobierno, gratificó espléndidamente con puestos públicos y prebendas a los políticos «rebeldes» para lograr su pacificación o para sumarlos a sus propósitos; concedió indultos y amnistías con el mismo fin, y restableció el vicio colonial de la «botella».

Este gobernador inició la práctica de emprender negocios que permitían el enriquecimiento ilícito de funcionarios, contratistas o intermediarios. Así ocurrió, por ejemplo, con su plan de obras públicas: bajo su mandato, cada kilómetro de carretera construida costó siete veces más que durante el gobierno de Estrada Palma, aparte de que las obras fueron de pésima calidad.

En fin, el gobierno de ocupación, que había recibido de la administración de Estrada Palma fondos superiores a los trece millones de pesos en las arcas públicas, dejó a su sucesor menos de dos millones en efectivo, deudas por once millones y el compromiso de empeñar aún más la república con un nuevo empréstito de dieciséis millones quinientos mil pesos. Con razón se considera a Magoon como el iniciador de los peores vicios de la república.

Pero es justo, aunque doloroso, reconocer que, con la única excepción del gobierno nacionalista de Grau San Martín (1933-1934), que duró sólo ciento veintisiete día -y en el cual sobresalió el radicalismo de Antonio Guiteras-, las administraciones republicanas hasta 1958 llevaron a límites inconcebibles la corrupción administrativa. Sus principales fuentes de enriquecimiento fueron jugosos contratos con todo tipo de obras, muchas de las cuales se realizaron a medias o no llegaron a realizarse; operaciones de canje, compra o venta de tierras, edificios, empresas y otros bienes; cuantiosos empréstitos exteriores que solían ser dilapidados; sobornos que funcionarios y gobernantes recibían de manos de violadores del fisco, o proveedores de productos, o empresas cubanas y extranjeras, a cambio de pingües concesiones; el saqueo descarado del erario público, y otras formas de malversación y peculado.

Gracias a esa práctica ilimitada del latrocinio, los presidentes de la república y la gran mayoría de sus ministros y funcionarios, así como jerarcas sindicales o de otras esferas al servicio de la oligarquía, incluso los que habían asumido originalmente sus cargos como gente humilde, al terminar sus mandatos o dejar sus cargos salían convertidos en millonarios o multimillonarios; en propietarios de valiosas fincas, palacetes, empresas y otras propiedades, y con sustanciosas cuentas en bancos extranjeros. Hubo uno de esos funcionarios, por ejemplo, que en menos de dos años que fungió como ministro de Educación acumuló una fortuna no inferior a noventa millones de dólares (hay quienes la calculan en doscientos millones). Y era sólo un ministro.

También en este aspecto la República defraudó a José Martí, quien había expresado la esperanza de que, al menos, los gobernantes Republicanos no serían tan rapaces como las autoridades coloniales.

 

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