Aunque en los últimos días los médicos le daban pocas opciones de recuperación, los que conocimos a Joaquín, y lo quisimos, nos aferramos al deseo de que no obstante sus casi nueve décadas de vida, se mantuviera con nosotros por algunos años más. Como siempre, venció esa ley inexorable y apegada a todos, pero que nadie, o casi nadie, acepta.
La pasada semana partió hacia otra dimensión Joaquín Hernández Izquierdo, quien por muchos años dirigió el departamento de Fotografía de nuestro periódico Trabajadores, y padre de dos excelentes artistas del lente: Tony y Joaquinito, este último hoy en el mismo cargo que por tanto tiempo ocupara su progenitor, lo que considero entre los más genuinos atributos del “puro”, pues por algo sus dos hijos lo siguieron a todas horas.
Dícese que la vida, ante la muerte, recuerda las virtudes por sobre todas las cosas. En el caso de Joaquín no es una alabanza inmerecida mencionar sus valores —que fueron muchos—, pues entre otros reunió la generosidad y modestia, la honestidad y bondad, la laboriosidad demostrada y la capacidad de aglutinar en su derredor a los más jóvenes.
Siempre he creído en lo mucho que llevan dentro de sí aquellos ¿viejos? con quienes los más bisoños desean compartir tiempo y alegrías. Con él, con Joaquín, los más jóvenes —Pepe, Malagón, Jesús Roberto y otros— gustábamos de alguna que otra escapada del ritmo un tanto febril de la actividad periodística.
Pierdo en mi memoria la última vez que lo vi, pero lo recuerdo camino a la agencia bancaria para cobrar su chequera, su jubilación. Contento, y aunque callado, habitualmente con una o varias frases halagadoras, nunca un regaño, sí una enseñanza. Así fue Joaquín, un hombre bueno.