Frustración era la palabra adecuada para definir el sentimiento generalizado de los cubanos en aquel año de 1899. Concluida la guerra de independencia, España había abandonado su preciada posesión antillana, pero el 1.ro de enero de ese año había comenzado la ocupación del país por Estados Unidos.
Las organizaciones patrióticas cubanas y sus figuras más representativas defendieron su derecho a celebrar actos en honor de los caídos, mientras que la Administración yanqui se esforzaba en impedirlos por percibir que estimulaban las ansias de libertad de quienes no lograron conquistarla después de tantos años de lucha.
Sin embargo los ocupantes no pudieron evitar que antes de cumplirse un mes de su presencia aquí, se organizara el primer acto público celebrado en La Habana, nada menos que para homenajear al antimperialista José Martí, quien había calado hondo en su pueblo como símbolo de la pelea por la independencia, aunque todavía la hondura de su pensamiento no se hubiese difundido.
Si un cubano de estos tiempos hubiera podido estar presente en aquella conmemoración habría compartido la emoción que embargó a sus organizadores, encabezados por Juan Gualberto Gómez, “el hermano negro de Martí” y a todos los que se sintieron convocados al conocer por la prensa que se le rendiría tributo al Apóstol.
Ese cubano de hoy seguramente habría acudido a la marmolería ubicada en Obispo 24, donde se expuso al público la tarja que por iniciativa de los emigrados de Cayo Hueso se colocaría en la fachada de la Casa Natal del Maestro entonces no reconocida como tal y en la que residían personas ajenas a lo que allí había ocurrido.
También habría contemplado cómo el 28 de enero se colocaba la tarja en la fachada del inmueble en una ceremonia sencilla, con la presencia de los organizadores de la conmemoración, y al día siguiente se habría sumado con toda seguridad la multitudinaria marcha desde el Parque Central a la Alameda de Paula que entre innumerables representantes de la sociedad de entonces, contó con comités de obreros, fundamentalmente tabaqueros, y de emigrados revolucionarios.
Nuestro observador contemporáneo se asombró ante lo grandioso de la demostración, que no pudo ser empañada por la persistente llovizna que acompañó todo el trayecto y se enriqueció con expresiones de admiración al autor de La Edad de Oro de parte de muchos que lo aclamaron desde las aceras y balcones.
Y por ello compartió la reseña del periódico La Discusión; “sin pecar, en lo absoluto, de exagerados, puede afirmarse que en la manifestación formarían aproximadamente unos diez mil individuos en el Parque y sus alrededores”. Y agregaba: “Al iniciarse la marcha aquélla, habría unas veinte mil, debiendo calcularse entre noventa o cien mil el número total de personas que en la ciudad han entrado en movimiento y agitándose con motivo de esta manifestación”.
Lo más emotivo estaba por suceder cuando familiares del Apóstol que viajaban en tres autos junto a la marcha hicieron una parada frente a la Casa Natal. Eran ellos el hijo José Francisco, vestido con el uniforme de capitán del Ejército Libertador; Carmen Zayas Bazán, dos sobrinos del Maestro y su progenitora, Leonor Pérez, acompañada por su hija Leonor y el esposo de esta.
Fermín Valdés Domínguez, el amigo del alma del Héroe de Dos Ríos, corrió la cortina con la enseña nacional que cubría la lápida situada entre los dos balcones de la fachada de la vivienda, donde decía: “José Martí. Nació en esta casa el día 28 de enero de 1853. Homenaje de la emigración de Cayo Hueso”, acto que se acompañó de estruendosas vivas a Martí. Semejantes expresiones de reconocimiento arrancaron lágrimas de la madre. Tal vez recordó aquellas palabras del hijo, cuando apenas siendo adolescente le envió una foto desde la prisión con esta dedicatoria: Mírame, madre, y por tu amor no llores: Si esclavo de mi edad y mis doctrinas Tu mártir corazón llené de espinas. Piensa que nacen entre espinas flores. Esas eran ya el cariño del pueblo, que veían en él al guía hacia un futuro de libertad.
Finalmente en la Alameda de Paula, donde se había erigido una tribuna, hablaron varios oradores. Dos intervenciones, por lo coincidentes atrajeron la atención del testigo de estos tiempos: la de Fermín Valdés Domínguez y la de Juan Gualberto Gómez. Ambos reconocieron valientemente en tan adverso contexto nacional, que aún Cuba no era libre ni independiente; Fermín dijo que no debían los cubanos desesperarse, sino tener fe en el porvenir, porque cuando un pueblo quiere ser libre, lo es, y el de Cuba quería serlo… Juan Gualberto llamó a la unidad para estar preparados con ese fin y en cuanto a los Estados Unidos aconsejó, como pensaba que Martí lo haría, que el pueblo confiara y esperase, “que siempre hay tiempo para las determinaciones violentas”.
La celebración fue un desafío. La rebeldía estaba latiente.