No sé si soy la persona indicada para contar esta historia. Tal vez porque quizás me deje llevar por la a veces caprichosa emoción. Quizás porque en ciertos temas nadie está libre y menos cuando en algunos pervivan como una profunda herida.
Quisiera contarla con claridad, pero ¿y las palabras? Yo, que intento vivir de ellas, ¿dónde están? ¿Cómo las desentierro? Mientras aclaro mis ideas y organizo los apuntes le ruego no evite esta historia inspiradora y mucho más cercana de lo que pueda creer. Ojalá, una vez acabada, sin dramatismos sea capaz de encarar las tempestades de la vida de otra manera…
Todo comenzó con una llamada telefónica. Luego de tres timbrazos una voz femenina al otro extremo de la línea respiró un sí rebosante de energía luego de la petición. Alguien que estaba a mi lado lanzó un lamentable epíteto sobre la orientación sexual de la mujer a la que espero 24 horas después en un parque de La Habana. Su prejuicio, que en algún momento también fue mío, solo espoleó más mi interés.
He conversado mucho con un buen puñado de personas gracias a mi profesión, pero en el caso de Namibia Flores Rodríguez confieso que deseo calzarme en sus zapatos e imaginar su conciencia. Sus agujeros negros. Apreciar su mirada del mundo, sentir su dolor, quizás palpar la carne viva de su espíritu…
Nos saludamos cordialmente, pero con algo de frialdad. Es lógico, pues nos vemos por vez primera. “Vamos hacia la casa”, dice mientras con pasos rápidos dejamos atrás el parque. A menos de 100 metros entramos a una vivienda donde la vegetación y los amplios ventanales de cristales invitan a sentirse en las nubes.
“Que se haya aprobado la práctica del boxeo femenino en nuestro país es un logro”, abunda tras descansar su delgada, pero atlética anatomía en un cómodo butacón negro que gobierna la espaciosa sala. “También me choca y afecta”, expresa con un tono de amargura que estrangula un poco sus palabras.
“Psicológicamente no estoy bien. Tengo 46 años y siento que ahora podía estar en las filas de la selección nacional, pero no tengo la edad permitida. Es tarde para mí. Durante varios ciclos olímpicos se habló de la posibilidad de que las mujeres boxeáramos, pero nada.
“Hubo una época en el que se argumentó que era un deporte fuerte para nosotras. Que hacía daño”, prosigue a ratos pensativa, como si le costase penetrar la niebla del tiempo en busca de tristes recuerdos.
“Hace poco me dijeron que se demoró porque estaban realizando estudios médicos. Es un sentimiento agridulce. Estoy feliz por las muchachitas que sí pueden practicarlo. Pero… ¿Era necesario esperar tanto? Se interroga, y a modo de defensa una risita escapa de su garganta. La sofoca trancando el rostro como un candado.
“Solo me queda seguir entrenando hasta que pueda, porque boxear es mi pasión”, apunta con el mentón a media asta. Sus ojos van de un rincón a otro de la sala, casi tan amplia como un ring. Se incorpora un poco y revela que temió que no se hiciera oficial el pugilismo femenino en Cuba.
“Fueron como 15 años de espera. Es duro. Claro que dudé y hasta sentí decepción. Me enfoqué en utilizarlo como herramienta, como razón de ser. Entrené fuerte con regulaciones para bajar de peso y estar en forma. Solo el entrenador Nardo Mestre Flores me apoyó y confió en mí.
“El desconocimiento fue el causante principal de que no autorizaran el boxeo femenino antes. Hay deportes más violentos y las mujeres lo practican. Te juro que todo comenzó como un entretenimiento. Practicaba taekwondo, pero me enamoré del boxeo”, asevera moviendo su cuerpo con la actitud grácil y natural de un felino.
“Hubo un tiempo en el que tuve que vender pan y dulces en la calle. Entrenaba en la mañana y en la tarde hacía eso. Así podía comprarme zapatos, aseo y otras cosas. Cuando mucha gente estaba en la playa, yo tenía que luchar.
“Soy de origen humilde”, abunda con la voz quebrada. “No tenía mochila para ir a la escuela. Asistía a clases con zapatos regalados o rotos. Mi familia era completamente disfuncional. Éramos 10 personas en una casa de dos cuartos, con diferentes formas de ver la vida.
“Gracias a mi abuela, que fue una guerrera, salí adelante. Ella vendía meriendas, pasaba el peine caliente. Su espíritu lo tengo yo. La escuela siempre fue un refugio para mí porque permitía salir de ese mundo, fíjate que hasta me gradué de licenciada en Cultura Física”, añade y esboza una sonrisa, pero no de alegría.
Namibia se levanta. Tal vez para exorcizar ciertos demonios. Se disculpa y se pierde por uno de los amplios espacios de la casa. Repaso mi casi indescriptible caligrafía y como por arte de magia aparece frente a mí una dinamita de energía, perdón, un niño rubio de unos tres años. Hace una cómica mueca. Se la devuelvo y él suelta una carcajada y desaparece tras una puerta.
Namibia regresa. Se retoca con las manos su peinado afro antes de dejarse caer otra vez sobre el confortable mueble. Suelta una carcajada, y dice: “Es el hijo de mi pareja”. Mira un cenicero con algunas colillas que huelen como si fueran cientos, lo mueve unos centímetros y prosigue.
“Oye, ¿tú sabes?”, plantea como si cada palabra fuera un combate y se frota la parte baja de la espalda con las manos. “Los tabús siempre están ahí, pero en mi caso los eché a un lado… Ahhhh, ves, ahí también entró el boxeo”, indica en tanto sus ojos y gestos bucean en el pasado.
“Antes me sentía fea. Creía que nadie me miraría y menos aún se enamoraría de mí. Algunos tenían prejuicios por mi orientación sexual. En cuanto entré al boxeo cambió la cosa. En el barrio decían: ‘¡Dale campeona, tú puedes!’. Actualmente hay gente que me ve en la calle y dice: ‘¡Esa es la boxeadora!’.
“Te comenté de las características de mi familia”, apunta a la vez que se lleva sus pequeñas y rocosas manos a los flancos de sus muslos, “sin embargo, una vez que entré al boxeo hasta me apoyaron. Fíjate si es parte de mí este deporte, que si me siento mal o tengo problemas económicos o con mi pareja, entreno y lo olvido todo.
“En mi primer viaje a Estados Unidos”, me expresa mordiéndose la lengua dentro de la boca, “una muchacha con la que entrené en La Habana hizo un documental sobre mí. Conversé con personas de la Federación Cubana de Boxeo para explicarles y no tuvieron inconveniente en que viajara. Ella utilizó el material con otros fines y no estuve de acuerdo. Regresé, di mi explicación y ya.
“Tiempo después regresé a ese país e hice sparrings con hombres y mujeres de nivel. Un conocedor del pugilismo me invitó a comer. Dijo que por mi edad lo mejor era no involucrarme en el mundo profesional. El dinero lo ganarían otros. Eso se lo agradezco”.
Menea la cabeza. Su cara se torna meditabunda. Levanta uno de sus pequeños dedos como pidiendo permiso y con tono sincero señala.
“Decidí no quedarme en los Estados Unidos porque siempre deseé darle medallas a mi país. Triunfar para los míos. Pelear aquí. Tenía calidad para eso. Lo dijeron personas que saben del tema”.
Namibia se fija en su reloj pulsera y le da unos golpecitos a la esfera con la uña de su dedo índice. Se estira con disimulo y por vez primera noto felicidad en su sonrisa. No es una mujer de belleza densa, pero a ratos parece llevar heridas propias de una canción triste. Su silencio obliga a hablarle de algo más terrenal. Los tatuajes que serpentean por su brazo derecho se antojan como la excusa perfecta.
“Ayudé a un amigo que estaba aprendiendo”, añade hablando casi sin pensar y le muda el semblante, mientras se le dibujan las facciones del dolor tal vez recordando esas experiencias. “Después le cogí el gusto y seguí”, continúa y señala uno muy llamativo que abriga una vieja cicatriz.
“Siempre hice sparrings con hombres”, confirma necesitada de más boxeo. No muy rigurosos como con mujeres, pero fuertes. Las principales lesiones fueron por retarlos. Me gustaba alborotar el avispero. Con ellos me hice boxeadora”, sentencia y sus dientes de una separación casi exagerada brillan como monedas.
Se calla un instante y se pasa tres veces la lengua por los labios, como preguntándose si habría que agregar algo más. Muy cerca se escucha la risa del niño, leve, casi contenida.
“Soy una de las pioneras del boxeo femenino en Cuba. Antes hubo varias, pero me he mantenido”, sostiene con palabras cargadas de una fuerza eléctrica. “Lo hago porque si lo dejo se me detiene la vida. Estoy dispuesta a entrenar con las muchachas de la selección nacional. Quiero que vean que con 46 años todavía tengo cuerda. Su preparador me aseguró que tengo las puertas abiertas.
“El boxeo es vida”, señala y los ojos se les inundan de lágrimas de emoción. “A las mujeres les aporta seguridad, confianza en sí mismas. Las empodera. Cada vez que puedo se los recuerdo… Si pudiera colocar el 2023 en el pasado lo haría. ¡Sería mi mejor regalo!”…
En la historia de Namibia Flores Rodríguez seguro hubo lágrimas, nudos en la garganta, incógnitas y aires de superación: ¿de dónde brotó tanta resistencia? Solo ella lo sabe, a pesar de que hace algún tiempo comprendió que este nunca nos espera.