Chomy fue la modestia personalizada; lo recuerdo con una hoja de papel en sus manos, quizás informes, tal vez apuntes; cabizbajo o aparentemente distraído, como queriendo evadir cualquier protagonismo, pero aun así sobresalía, jamás pasó inadvertido.
Su integridad, su inteligencia, su entrega a la patria y a Fidel, lo hicieron un hombre excepcional, imprescindible cuando se habla de Cuba.
Desde joven fraguó una personalidad sobria, que puso a prueba en cada instante de ese andar por la vida (larga y fructífera) haciendo el bien; imposible imaginar su temple en la etapa de lucha clandestina, y su arrojo en el combate armado.
Mas lo veo claramente de doctor, de rector, de ministro y hasta de director del programa nacional de cítricos; cuántos títulos (faltan varios por mencionar) para un solo hombre.
Ahora, cuando todos dicen que falleció, pienso que ha ido a una nueva cita o tarea, de esas que le llegaban inesperadamente y siempre cumplió con brillantez. Por eso di la espalda al ver el carro fúnebre entrar al cementerio; no quiero ni pensarlo inerte.
Un hombre gentil, afable, raudo; que se movía con facilidad en cualquier escenario, de respuestas certeras y convincentes, ocupado de los detalles, de andar delante; su sonrisa tímida estará en imágenes, en los recuerdos, suelta en el viento.
El doctor José Millar Barrueco fue investido por la propia Universidad de La Habana como Doctor Honoris Causa, y por sus méritos laborales recibió la estrella de Héroe del Trabajo, ese alto título honorífico de la República de Cuba que otorga la nación. Su obra trasciende, impacta, ilumina.