(Fragmento del libro «Caravana de la libertad», de los autores cubanos Luis Báez y Pedro de la Hoz, obra en la cual se reseña el recorrido de las tropas rebeldes encabezadas por Fidel desde el 1 de enero al 17 de enero de 1959, día en que llegaron a Pinar del Río para consolidar el triunfo de la Revolución.)
Ya estamos en la capital. Ante la muchedumbre, el Comandante en Jefe de las Fuerzas de Aire, Mar y Tierra de la República está alegre, sonriente, feliz. La barba enredada, demarca el rostro rosado al que la visera de la gorra le da sombra. Lleva su uniforme verde olivo, el fusil colgado al hombro, la canana con pistola a la cintura. Junto a él, sus compañeros, hombres armados rodeándolo con delicada discreción. Viajamos sobre un tanque de ruedas de goma, y detrás, la larga caravana de autos, yipis, pisicorres, camiones, ómnibus; cientos de vehículos y, a cada lado y después, el mar de pueblo dando gritos, saludos, palmadas, cantando. Llevan banderas, pancartas, telas. Hay cabezas descubiertas o protegidas del sol con sombreros, gorras, periódicos, paraguas y sombrillas de todos los colores y estampados. Es un día de arrobo colectivo, de alegría; muchas mujeres lloran como si a través del llanto escapara el dolor reprimido tantos años.
(…) Los rebeldes que no habían estado antes en La Habana, se deslumbran con la ciudad en esta, su primera visita. Al paso por el puerto, recibimos el saludo de los portuarios; braceros, ñáñigos y santeros; muchos con el puño en alto y la franca sonrisa de todos que ilumina el rostro de estos hombres alegres, jaraneros, buenos, como es todo nuestro pueblo. Los que están encaramados sobre el pedazo de la muralla de La Habana, a un costado de la Estación Terminal de Ferrocarriles, saludan entusiastas (…).
Flores son lanzadas por manos femeninas, acompañadas de sonrisas y besos. De las ventanas, fachadas y balcones, penden banderas cubanas junto a la roja y negra del 26 de Julio, que alegres flotan y se abrazan movidas por el viento. Por la Iglesia y la Alameda de Paula, vemos un grupo de mujeres con el rostro pintorreteado. Saltan y tiran besos. Son las infelices que el engaño y la necesidad instalaron en burdeles. Hay también jóvenes con el rostro finamente arreglado, que saludan y gritan con gestos despampanantes.60
La Caravana bordea la bahía habanera por la Avenida del Puerto. Se detiene en el edificio de la Marina, saluda a los oficiales allí congregados, al frente se halla el alférez de fragata, y luego comandante, Juan Manuel Castiñeiras. Fidel divisa en un muelle cercano el yate Granma. Penetra en la embarcación que lo trajo a fines de 1956 para reiniciar la lucha libertaria. Las fragatas Máximo Gómez y José Martí, ancladas en el puerto, disparan salvas en saludo.
Vuelve Almeida a contar:
Alguien grita: «¡Ahí está el Granma!». Efectivamente, está ahí, atado al muelle, como si también acudiera a recibir a los hombres que trajo para iniciar la guerra que recién ha finalizado (…). Fidel baja del tanque, entra en el yate y detrás de él la comitiva. Es visible la emoción en los rostros al recordar con esta visita a todos los que faltan de los que en él vinimos (…). En Oriente, por Las Coloradas, el 2 de diciembre de 1956, de él desembarcamos 82 hombres bajo el juramento de Libertad o Muerte. Dos años y 29 días después, se alcanzaba el triunfo que hoy disfruta nuestro pueblo. (60)
La multitud afuera grita: «¡Fidel en el Granma!». Corre la voz como el relámpago y a su paso laten con más intensidad los corazones. En los rostros resplandecen los colores del rubor, los ojos se llenan de lágrimas que, liberadas, corren por las mejillas.
Reincorporados a la Caravana, se dirigen hacia el Palacio Presidencial.
Fidel decide bajarse a saludar al presidente que la Revolución había designado. Nos bajamos del yipi y marchamos a pie.
Cuando la gente descubre a Fidel, fue el acabóse. Nos llevaban en peso. Llegó un momento en que pasamos tremendo susto al pasar por la parte más alta de la entrada al Túnel de La Habana. Podíamos haber caído. A duras penas rebasamos esa parte del trayecto y pudimos entrar a Palacio.
Desde la terraza norte se dirige al pueblo:
Ustedes quisieran saber cuál es la emoción que siente el líder de la Sierra al entrar en Palacio. Les voy a confesar mi emoción: exactamente igual que en cualquier otro lugar de la República. No me despierta ninguna emoción especial. Es un edificio que para mí, en este instante, tiene todo el valor de que en él se alberga el gobierno revolucionario de la República (…).
Si por el cariño fuera, el lugar donde por motivo de hondo sentimiento yo quisiera vivir, sería el Pico Turquino. Porque frente a la fortaleza de la tiranía opusimos la fortaleza de nuestras montañas invictas hasta ahora.
Es tan nutrida la multitud a la salida del recinto que alguien le había sugerido que combatientes del Ejército Rebelde y de la recién creada Policía Nacional Revolucionaria despejaran el área para facilitar el avance de la Caravana. Fidel rechaza de plano tan peregrina idea:
(…) alguien decía a mi lado que harían falta mil soldados para pasar por donde está el pueblo. Y yo digo que no. Yo solo voy a pasar por donde está el pueblo.
Voy a demostrar una vez más que conozco al pueblo, Sin que vaya un soldado delante le voy a pedir al pueblo que abra una fila. Yo voy a atravesar solo por esa senda(…). Abran una fila y por ahí marcharemos para que vean que no hace falta un solo soldado para pasar por entre el pueblo.
Frente a Palacio están estacionados tres flamantes autos que habían servido al sátrapa derrocado por la insurrección popular.
Entonces vuelve a suceder algo llamativo –cuenta Leoncito–; el presidente y algunos ministros abordan el primero; Fidel y otros jefes el segundo, y en un tercero nos embutimos los escoltas. El auto delantero parte, pero en el que va Fidel se detiene apenas unos metros después. Fidel no se quiere perder el contacto directo con el pueblo; de haber seguido en el automóvil ese contacto vivo no se hubiera producido. Se veía que Fidel no quería defraudar a los miles de habaneros que abarrotaban las calles y que sabían que la Revolución era del pueblo. En la Caravana venía otro yipi, manejado por un chofer del ejército derrotado que se había sumado a nuestras filas. Lo recuerdo, y eso se puede corroborar en las fotos, porque el hombre usaba todavía un casco militar. El yipi tiraba un cañoncito que desengachamos.
Y Fidel se sube a ese vehículo. Ese fue el transporte que utilizó finalmente para arribar a su destino.
La Caravana transita por el Malecón:
A nuestro paso vemos los monumentos de Máximo Gómez y de Antonio Maceo. Ellos realizaron la invasión a Occidente en la guerra de independencia. Fidel, al frente de nuestra Caravana, hace realidad aquellos objetivos.
Luego, la Caravana asciende por La Rampa y prosigue por la Calle 23, en el Vedado, atraviesa el río Almendares y toma la ruta hacia su destino final, el campamento de Columbia, donde llega alrededor de las 8:00 p.m.
Yo había visto muchas cosas por el mundo, pero sinceramente me sentí sorprendido por la manera unánime con que la población de La Habana hacía suya la Revolución. No era algo totalmente nuevo, puesto que había reportado el acto de Santa Clara. Pero lo de La Habana sobrepasó todos los cálculos. Esa tarde supe que la Revolución de los barbudos era más profunda de lo que cualquiera podía pensar y que sería imposible desmantelarla.
Así afirmó años después el célebre fotorreportero norteamericano Burt Glinn, enviado especial de la agencia Magnum a la cobertura de los acontecimientos de aquellos días.
Valle Lazo expone:
La mayoría de los integrantes de la Caravana no conocían La Habana, campesinos sencillos se asombraban al ver la ciudad, sus construcciones y una multitud que jamás habían visto en sus vidas. (…) Los limpiabotas, los vendedores de periódicos, los carameleros, en fin toda la gente humilde mostraba su alegría y reía al seguir la Caravana; se daban cuenta de que el futuro les pertenecía.
La revista Bohemia reseña la emoción del paso de la Caravana por la ciudad:
La columna tomó por Malecón hasta 23. Vista desde el mar debía lucir como un fantástico hormigueo de gentes y vehículos. Porque la muchedumbre no se limitaba a presenciar el paso del ejército rebelde y su jefe, sino que se incorporaba al impresionante desfile.
Nadie se rindió al cansancio, como si la fatiga y las distancias cedieran ante el patriotismo.
En el hotel Hilton (Habana Libre), los turistas norteamericanos destrozaron las hojas de las guías telefónicas para hacer caer sobre Fidel una lluvia de menudos pedazos de papel, a la manera tradicional de Broadway.
«No he visto nada igual en ninguna parte del mundo», comentó un reportero de la Columbia Broadcasting System. Completó su opinión con un paralelo: «Y yo presencié la bienvenida a Eisenhower y a Mc Arthur».
«Sólo puede compararse al recibimiento de De Gaulle en París después de la liberación» –apuntó otro corresponsal estadounidense.
La Caravana se acerca al final de su recorrido:
La llegada a La Habana, como dijo Fidel en su discurso, fue solamente el final de una etapa y el comienzo de otra tanto, o más difícil que aquella otra.
Un sueño se había cumplido, derrocar a la tiranía; pero nos esperaban grandes desafíos y nuevas responsabilidades.
La entrada a Columbia no deja de ser curiosa, según relata Leoncito:
Parece que el chofer temía golpear a cualquiera de las personas que se habían echado a la calle y rodeaban el perímetro del campamento militar. El caso es que se pasa de la ruta de entrada. La situación se resolvió de la siguiente manera. Penetramos en la Academia de Arte de San Alejandro, contigua a Columbia, pero sin acceso directo. No sé a quién se le ocurrió proponerle a Fidel saltar la verja que separaba la Academia del campamento. No era descabellado. Teníamos entrenamiento guerrillero. El jefe, todo un atleta, saltó sin problemas. A la que ayudamos fue a Celia. Los que nos esperaban en Columbia se sorprendieron al vernos.
El acto en Columbia alcanzó por momentos una dimensión mítica. Almeida refleja en sus palabras la pasión de la hora:
Es como si un volcán estremeciera el espacio de Columbia. La muchedumbre grita enardecida: «¡Fidel! ¡Fidel! ¡Fidel!» (…).
Después de los gritos, las exclamaciones y los aplausos, Fidel hace un gesto con la mano. Eleva y baja su figura, se lleva el índice a los labios. El silencio se impone lentamente, los que gritaban y reían, callan, quedan a la escucha, aguardan con la respiración contenida, envueltos en la emoción. La tensión es rota por la voz de Fidel.
Uno de los reporteros allí presentes relata el momento mágico del encuentro de Fidel con el pueblo de la capital, en la otrora madriguera del régimen:
Tres palomas de una casa cercana despertaron por la algarabía y los aplausos del pueblo. Atraídas por la luz de los reflectores que iluminaban fuertemente a Fidel comenzaron a revolotear alrededor de él. Una de ellas se posó en su hombro izquierdo mientras que las otras dos caminaban por el borde del podio. Los flashs de las cámaras se sucedían uno tras otro y los aparatos de cine funcionaban sin parar para captar aquella increíble escena. Para los creyentes era una bendición de Dios, un milagro. Para otros simbolizaba la paz. Pero la mayoría sabía que era un capricho de la naturaleza y presagiaba el destino de la Revolución y de Fidel: construir una sociedad culta, saludable, justa, libre y soberana, digna de aquella merecida demostración de confianza y cariño que le había dado el pueblo.
En otro momento, Fidel interrumpe su discurso y ladeándose hacia Camilo Cienfuegos, quien lo había acompañado durante su recorrido por las calles habaneras y compartía la tribuna, pregunta: «¿Voy bien, Camilo?». El guerrillero del sombrero alón responde: «¡Vas bien, Fidel!». Treinta años después, el propio Comandante en Jefe recrearía la atmósfera y la intención de sus palabras de aquella noche:
No puedo olvidar aquella multitud que se reunió más o menos a esta hora. Ni siquiera recuerdo bien todos los detalles; pero sí sé que terminamos tarde, muy tarde, creo que fue después de las 12:00 de la noche (…).
No sé si será fácil que ustedes puedan vivir las emociones que vivieron aquellos compatriotas, porque ustedes no vivieron los días de horror, de humillación y de sufrimientos que ellos vivieron.
En nuestra patria había muchas cosas por hacer. Los problemas que teníamos entonces no son los problemas de hoy; había todo un mundo que cambiar, había una Revolución por hacer.
Recuerdo que aquella noche la preocupación fundamental nuestra era la cuestión de la unidad de las fuerzas revolucionarias, evitar que surgieran divisiones y enfrentamientos entre los que habían luchado contra la tiranía; evitar conflictos y divisiones en el seno de nuestro pueblo, porque fueron precisamente los conflictos y las divisiones los que, de acuerdo con el pensamiento martiano, hicieron imposible la victoria en la Guerra de los Diez Años; y fueron las divisiones a lo largo de nuestra historia las que habían hecho muy difícil el triunfo pleno de la independencia en nuestra patria.
Aquel era, en ese instante, uno de los problemas y una de las cuestiones más importantes. Recuerdo que se hizo una apelación dramática a la unidad de todos los combatientes revolucionarios y aquella apelación tuvo resultado, tuvo éxito, tuvo frutos.
Recuerdo también algo que dijimos aquella noche del 8 de enero, que siempre sabríamos tener toda la paciencia necesaria desde el poder revolucionario y que, si un día se nos agotaba la paciencia, siempre buscaríamos más paciencia; toda la paciencia que se requería para asumir las responsabilidades y el enorme poder que una Revolución victoriosa otorga a sus dirigentes.
Creo que hemos sido fieles a esas dos ideas: hemos sido incansables luchadores por la unidad de nuestro pueblo a lo largo de estos 30 años, y hemos sido incansables defensores del principio del ejercicio paciente, generoso del poder, que la Revolución otorgó entonces a nuestros hombres, a nuestro movimiento revolucionario, y, más tarde, al Partido y al Estado. Esos dos principios proclamados aquella noche se han mantenido intocables.
También nosotros expresábamos la idea de que hasta ese momento, por difícil que hubiese parecido el camino, estábamos seguros de que era mucho más fácil que el camino que teníamos por delante. Siempre estuvimos conscientes de esa realidad, no nos hicimos ningún tipo de ilusiones.
Veníamos diciendo también a lo largo del trayecto que esta vez sí había llegado la hora de la Revolución, que la Revolución sería una realidad inexorable.