Una telenovela en Cuba puede ser ámbito de múltiples confluencias: desde el melodrama más convencional hasta una recreación decidida y comprometida del contexto. La telenovela cubana suele apostar por la utilidad del arte: muchas veces son plataformas para abordar temas acuciantes, con una remarcada visión de los valores humanos.
En Los hijos de Pandora no hay peripecia por el mero atractivo de la peripecia: hay un concepto, un posicionamiento ético, una poética de la acción.
Lo mejor es que todo está planteado sin altisonancias ni didactismo. Seducen la naturalidad con que fluyen las tramas, la empatía de los personajes, la limpieza de la estructura dramática. El espectador puede identificarse. Le están hablando en su idioma, le están pulsando determinadas cuerdas emotivas. Lo más importante en Los hijos… es el ser humano, con sus realizaciones y problemas. Gran virtud es saber traducir eso en una historia diáfana, atractiva, dinámica… Aquí se logró.
Claro, si se mide esta propuesta a partir de las pautas del folletín televisivo tradicional se hace evidente que hay poca trampa, intriga, sorpresa… Desde el principio uno pudo vislumbrar cuáles eran los conflictos de los personajes y la manera en que se iban a resolver. No hubo puntos de giro epatantes que dejaran al espectador sobre ascuas o que comprometieran la integridad de heroínas y héroes (aunque en definitiva se sepa que los héroes van a vencer todos los obstáculos).
No hubo, pero no se extrañó demasiado. Bastó la contundencia de las tramas y la manera en que fueron alcanzando su resolución para mantener el interés. Y aunque al principio la telenovela tardó lo suyo para “arrancar” (algo de regodeo en la presentación de los personajes y conflictos), se consiguió dosificar bien la sucesión de acciones.
Contribuyó mucho la calidad de los diálogos, que rehuyeron amaneramientos y cultismos… sin caer en la chabacanería populachera. Y ha sido vital el compromiso de los actores con ese texto, la verdad con que lo defendieron. Sobresaliente el desempeño del elenco, y en eso influye mucho la dirección de actores. Los niños y adolescentes, por ejemplo, han hecho gala de una organicidad, una integración y una coherencia ejemplares. No ha habido notables diferencias entre los que comienzan y los consagrados.
La factura del producto (que ha sido talón de Aquiles de muchas producciones nacionales, aunque el público —si la historia es buena— no suele otorgarle gran importancia) es aquí digna, aun cuando algunos apartados siguen estando por debajo de los estándares internacionales.
La grabación fuera de los estudios plantea no pocos desafíos. Y no siempre alcanza con el empeño. La calidad del sonido, por ejemplo, está lejos de ser la óptima. Hay escenas en que apenas se entiende lo que dicen los personajes por la contaminación del ambiente con ruidos o por el desnivel de las pistas de la música.
Hay cierta búsqueda formal en la fotografía —evidente sobre todo en las cortinas—; la elección de ciertos filtros, que afianzan una determinada tonalidad, parece ser una marca autoral.
Los temas de la presentación, despedida y de toda la banda sonora de la telenovela dialogan efectivamente con el discurso general, y aportan matices interesantes a las historias.
Los hijos de Pandora ha sido una telenovela amable, pletórica de gratificaciones. Eso no significa que no hubiera tramas complejas, arduas, incluso descarnadas. Pero la gran humanidad en el tratamiento, y esa ingeniosa mezcla de humor y drama que marcó a algunos de los núcleos, evitaron el morbo o la apabullante intensidad.
En Los hijos de Pandora, como era de esperar, triunfa el amor: la gente se quiere y lo demuestra. La fuerza de la familia. Aquí hay muchas sonrisas y abrazos. Se abre la célebre caja de problemas, pero también se cierra. Hay fe y esperanza. Y eso, en estos tiempos tan demandantes, hace mucha falta.