El modelo democrático de Cuba, sus instituciones y procedimientos, incluyendo su sistema electoral, siempre han estado en el centro de la disputa política con ese poder hegemónico capitalista que pretende escamotearle su validez y negar su pertinencia.
Con el propósito manifiesto de destruir la Revolución y demostrar la inviabilidad del socialismo, el gobierno de los Estados Unidos y su aparato propagandístico promovió durante décadas la noción de que nuestra institucionalidad era falsa, poco creíble, a partir de los elevados niveles de consenso social que se expresaban, por ejemplo, en elecciones casi perfectas, tanto por sus elevados índices de participación como por resultados muy homogéneos en la calidad del voto.
La sociedad cubana, sin embargo, ha avanzado hacia otro estadio en la manera de hacer y concebir la política interna, que asume con mayor realismo las condiciones diferentes en que se desenvuelve el mundo y las propias circunstancias nacionales.
Las elecciones de los delegados municipales del Poder Popular que acabamos de realizar con éxito, al igual que el formidable referendo que ratificó la aprobación del Código de las Familias, expresan un cambio cualitativo importante en el modo de ejercitar nuestros derechos ciudadanos.
La muy notable asistencia a las urnas de más del 68 % del padrón electoral el pasado 27 de noviembre, en medio de condiciones tan difíciles como las que hemos vivido durante los últimos tres años, solo expresa las variaciones y prácticas habituales de cualquier proceso electoral, cuya mejor validación estriba precisamente en sintetizar los diferentes puntos de vista y niveles de aceptación de la gestión económica y gubernamental de un país.
Por consiguiente, resultan tendenciosos y paradójicos, cuando no ridículos, los malabares matemáticos que ahora hacen quienes antes nos criticaban por un exceso de unanimidad, para tratar así de presentar como un fracaso del sistema político cubano lo que en realidad es signo de una mayor madurez.
Por supuesto, eso no quiere decir que nos conformemos con estándares electorales inferiores a los de otras épocas de mayor holgura económica y aprobación ciudadana. El socialismo y la esencia misma de la Revolución consisten precisamente en trabajar para el bienestar y la satisfacción de las amplias mayorías de la población, y que eso se traduzca en todo el respaldo popular posible.
Las nuevas autoridades en los municipios, y las que también nos daremos como pueblo mediante las elecciones nacionales que se acaban de convocar para el año próximo, tienen ante sí la tarea impostergable de responder con un trabajo más efectivo a esas exigencias superiores de un electorado consciente, que no otorga su voto por inercia ni complacencia, sino como vehículo cívico para acompañar y respaldar avances concretos, o castigar lo que pueda considerar circunstancialmente como un pobre desempeño de sus dirigentes.
En ese camino debemos hallar entonces nuevas formas de organización y métodos de trabajo que continúen el perfeccionamiento de la labor del Poder Popular en todos sus niveles, para fomentar liderazgos más fuertes e involucrar a todas las comunidades y sectores sociales en la solución colectiva de los muchos problemas y desafíos que tenemos por delante.
Porque toda esa riqueza de matices y contradicciones, avances y obstáculos, que momentos como las elecciones nos permiten calibrar mejor para actuar en consecuencia, constituyen al final la demostración más fehaciente de que, a pesar de los eternos agoreros de una derrota que nunca permitiremos, el sistema está más vivo que nunca, y funciona.