Me crie desde pequeño en un ambiente netamente deportivo, matizado fundamentalmente por las discusiones de dos ancianos: mi abuelo materno Giraldo, Lalo, y mi abuelo paterno, Juan, a quien cariñosamente llamaban Papaíto. Ambos se respetaban y se apreciaban sobremanera, pero eran contrarios irreconciliables en un tema: la pelota. Lalo, azucarero rabioso, Papaíto furibundo industrialista. Quien no los conociera podía pensar que se irían a las manos, pero la sangre nunca llegaba al río. Por sobre todas las cosas se adoraban. La única vez que los vi ponerse de acuerdo fue la ocasión en que, siendo yo un niño, minutos previos a que comenzara el partido de turno entre los equipos de sus amores, se me ocurrió hacerles una pregunta. Ya les cuento.
Esa noche, al ver en la pequeña pantalla del televisor a Fidel, con su humeante tabaco acomodado en el palco del Latinoamericano, mientras todo el público, de pie, lo ovacionaba, inquirí: ¿A Fidel siempre le ha gustado la pelota? Ambos se voltearon hacia mí, sentado en el suelo entre los dos sillones que ocupaban, y como si se hubieran puesto previamente de acuerdo, comenzaron a narrar:
—¡Muchacho, no le gusta, le apasiona! Fíjate que inauguró la primera Serie Nacional —respondió Papaíto—. ¿Te acuerdas, Giraldo?
—¡Claro que me acuerdo! —contestó mi otro abuelo—. Y antes de eso, cuando el juego de los Barbudos, en el que Camilo dijo que no estaba contra él ni en la pelota, y se negó a jugar en el otro equipo. Pero no solo le gusta el béisbol, sino todos los deportes. ¿Recuerdas, Juan, cuando recibió a la delegación que participó en los Juegos Centroamericanos de 1970?
—¡Je je je, todos, hasta los narradores deportivos se fueron un mes para la zafra de los Diez Millones en el central Uruguay! ¡Qué tiempos aquellos! ¿Y ese mismo año, cuando regresó el equipo de pelota del mundial de Cartagena, en Colombia? En esos días nació la hija de Huelga, el pícher, y Fidel dijo: “Se tiene que llamar Victoria, porque su padre es el héroe de Cartagena”. ¡Los deportistas lo adoran, te lo digo yo! –exclamó Papaíto, emocionado.
—¿Y cuando los Panamericanos en Indianápolis eh? ¡Un coloso! Se paró delante de todos y les dijo: “¡Regresaron con el escudo!” ¡Del cará… todavía me erizo cuando lo recuerdo! —rememoró mi abuelo y continuó–: Así lo ha hecho siempre, cada vez que regresan de una Olimpiada, o de un Mundial, o de un Panamericano o Centroamericano. ¡Y conoce a cada deportista por su nombre! Fíjate si lo admiran que es muy difícil que un cubano compita un 26 de Julio o un 13 de agosto y no gane. ¡Y que inmediatamente no le dedique el triunfo! Te lo digo yo, lo adoran. Mira a Sotomayor, a Juantorena, a Ana Fidelia, a las Morenas del Caribe. ¿Ese? ¡Ese es el Caballo, mi nieto!
—¿Y cuando se tiró el apátrida al estadio en el juego contra los Orioles a mediados de este año y César Valdés, el ampaya de segunda, lo incrustó contra el suelo? ¡Lo recibió como un héroe! En eso si estoy de acuerdo contigo, Giraldo ¡es un Caballo! ¡Hasta Maradona, que es todo un personaje, se considera un hijo suyo! ¡Y vamos a ver el juego, que comenzó hace rato! dando por terminada la conversación, tornaron al partido de pelota, que ya iba por el tercer inning, y, cosa rara, no discutieron esa noche.
El pasado año, mientras me encontraba disfrutando de los Juegos Olímpicos de Tokio, pasaron unas imágenes de archivo en las cuales el Eterno Comandante en Jefe abrazaba a un atleta cubano. Mi hijo, sentado sobre mis piernas, al reconocerlo, preguntó: “Papá, ¿a Fidel le gustaba mucho el deporte?”. Lo miré fijamente, con los ojos húmedos por la añoranza y le contesté, mientras recordaba a mis dos abuelos: Acomódate, pequeño, que te voy a contar una historia…