A pesar de escalofríos, fiebres y dolores hasta en el cabello, ella fue feliz cuando le dijeron que el ingreso sería domiciliario, el mismo que a pesar de firmar un consentimiento informado de propagación de epidemia, violó día tras día bajo el pretexto de que “hay que resolver la vida”. ¡Qué falla!
Él sabía de los peligros de la enfermedad, sí que los sabía. Su familia también conocía los riesgos. Él optó por no ir al médico, incluso negó los síntomas a los pesquisadores. Los suyos en casa fueron sus cómplices. Hoy, cuando la más mortal de las cepas del virus le pasó factura, no se perdonan tal negligencia.
La abuela dijo que era un empacho, “sobarla es lo mejor”. La tía recomendó “azitromicina, que eso es una virosis”. Por suerte los padres no le fallaron a la niña. Ante el termómetro en rojo y el decaimiento el camino fue el hospital, allí donde todavía se recupera.
Como mismo por estos tiempos abundan los casos de dengue, así se diseminan las historias personales de quienes han tenido que enfrentar una situación de salud de larga data para los cubanos, de complejo legado epidemiológico, con elevada cifra de fallecidos, pero que ni aún así genera la percepción de riesgo que debiera.
Como mismo pasa con otros asuntos en el ámbito de los servicios sanitarios en Cuba, por ejemplo, con la prueba citológica, las personas no superan la falla de responsabilizar al sistema con lo que es obligación para con nosotros mismos: nuestra salud.
Es cierto que el modo de manifestarse el dengue, con rápida evolución hacia formas graves, y las secuelas que muchas veces deja, debe servirnos de alerta y alarma.
Para librarnos del peligro de enfermar se impone entender tres cuestiones básicas:
Primero, hay que persistir en eliminar las condiciones que propician la proliferación del agente transmisor; segundo, ante el primer síntoma —sí, el primero— hay que acudir al médico; y tercero, urge cumplir con lo que el facultativo indique.
Así de sencillo, así de tajante: no puede haber fallas.