Blonde (2022) —en salas de estreno capitalinas— parte de la novela escrita por Joyce Carol Oates. Y desde ese referente literario deben comenzarse a ver las manchas de un texto que ha parcializado el enfoque en torno a la mujer que, mientras rutilaba en el cielo de la fama, sufría por traumas que se remontaban a una infeliz niñez, y continuaron con falencias sentimentales y personales de todo tipo.
Si bien cada creador puede focalizar el lado que estime de una personalidad o hecho, no es menos cierto que la visión de Oates se inclina demasiado al lado oscuro, la victimización extrema, el fatalismo y el sino trágico de la mujer y artista que, en realidad, pese a sus evidentes conflictos y heridas, también resultó en muchos aspectos triunfadora; no fue ningún ángel, y si una visión algo parcializada siempre ha tendido a afirmar que “Hollywood la mató”, fue una “víctima del sistema”, no debe olvidarse tampoco el grado de complicidad y participación consciente que ella tuvo en esa maquinaria.
El director Andrew Dominik traslada a su relato fílmico el punto de vista del original literario, de modo que el debate perenne entre la Norma Jeane real con la Marilyn mítica y construida, preside de igual modo su lectura, y como resultado tenemos siempre a la joven aplastada por maridos machistas, promiscuo o paternalistas, mas nunca complementarios a los reclamos y anhelos del ser humano anhelante de cariño y comprensión; a la hija perseguida por el fantasma de un padre inexistente y una progenitora psiquiátrica que no la reconoce en sus visitas; a la madre en potencia que no logra cristalizar tal condición; y a la actriz resistente a esa faceta que en esencia concibe como una condena, la cual le impide ser quien realmente es.
A esa visión simplificadora y maniquea se une un pedestre e ineficaz tratamiento cinematográfico que convierte el discurso en un torneo de tinieblas, sangre, sudor y lágrimas, dentro de un excesivo metraje (casi tres horas) donde abundan las redundancias narrativas, los circunloquios y los énfasis innecesarios. Una fotografía generalmente umbrosa —a tono, eso sí, con el aludido carácter fatalista y trágico de la historia— que no permitió a Chayse Irvin indagar en matices cromáticos que hubieran enriquecido la ambientación y las atmósferas dramáticas; un montaje (Adam Robinson/Jennifer Lame) que no consiguió empalmar con el rigor y cuidado indispensables los varios planos diegéticos que privilegian la analepsis o retrospectiva, por lo cual deviene relato irregular y ausente de las elipsis necesarias… son rubros que se suman a la irregularidad de los resultados generales.
Ello no impide escenas realmente emotivas, visualmente atractivas y que funcionan en el centro de un torbellino que mal imita la tragedia clásica, dentro de las cuales pudiera citarse el apabullante desenlace o algunas recreaciones del glamour hollywoodense de premieres y publicidades. Otras, como las falsificadas e inconcebibles del affaire con el presidente Kennedy, debieron quedar al campo en el proceso de edición o elaborarse mejor.
De modo que Blonde, y es algo en lo que detractores y admiradores del filme coinciden, es en esencia Ana de Armas; hasta su tono de voz susurrante y tan sensual como todo en ella; su gestualidad, su garbo, aquellos contrastes entre frivolidad impostada o real y destellos de inteligencia y hasta cultura, son incorporadas en un desempeño que es sinónimo de organicidad, convicción y estatura histriónica, a lo cual no escapan sus colegas (Adrien Brody, Bobby Canhavale, Julianne Nicholson…).
Bravo por la paisana, obtenga o no el Oscar (claro que lo merece en buena lid) porque ya está en el olimpo de los grandes.