Sí, lo admito. Concibo un puñado de cosas desde mis nostalgias. Quién sabe si tal vez no sé vivir sin ellas. ¿Desea que le hable de las nostalgias, anhelos y decepciones de alguien, que a lo mejor en algún momento también hayan sido suyas?, ¿en serio quiere que le toque el tema?
Todo comenzó hace poco más de un mes. Sobre la marcha tropecé con varios números telefónicos equivocados. Negativas e incluso una infame mentira que solo espoleó más mi interés. Por eso cuando mi teléfono sonó cerca de las seis de la tarde de un martes, y la voz al otro lado de la línea me confirmó que era él, festejé la noticia como cuando en quinto grado Margarita rozó mis labios y me juró amor eterno, algo que nunca ocurrió…
Ahora busco la dirección de este hombre por las calles de La Habana, donde los carros pasan rugiendo y saltando sobre los baches. Abro la ventanilla del auto y los olores de la ciudad inundan el aire. Las personas, inmersas en su dura cotidianeidad, parecen actores de cuadros de Edward Hopper derritiéndose bajo el sol. Muchos colores se pierden en el gris dominante. Los rostros de la gente han terminado por absorberlo. El gris un poco más oscuro está también en el verbo de algunas… “Llegamos”, dispara la voz del chofer que me rescata de las observaciones…
Estoy a la entrada de un pasillo donde el número 313 luce opaco y moribundo. Sorteo algunos rotos en las losas del piso y doy con la casa. Perdón, con el apartamento. La puerta está abierta y la sala la gobierna un hombre semicorpulento y alto, es Hermenegildo Báez.
Nos saludamos. Cortésmente me invita a sentarme, pero su mirada se clava en el suelo como un niño al que le acabaran de regañar, al escuchar mi primera pregunta, les juro que era una duda de casi una vida. Ardía en mi memoria. Imposible controlarme.
“No, hombre, noooo, jamás, el fallecido Ángel Milián nunca fue mala persona. Era noble, tenía su forma de actuar y hablar. Muchos se hicieron una idea equivocada de él tras su muerte”, argumenta y le echa fuego al asunto con un gesto despectivo de la mano. “Lo que ocurrió fue una desgracia. La prensa no explicó bien lo sucedido. Fue mi mejor amigo en el equipo nacional de boxeo”, afirma y luego de un largo sollozo de alivio se rasca la cabeza, reflexivo, tras repasar amargos recuerdos del pasado.
Traga saliva y sus grandes e inquietos ojos se mueven de un lado para otro como si fueran pájaros intentando encontrar una rama segura en la que posarse. Se acomoda en una de las sillas de la mesa de la sala y se acaricia la nuca con ambas manos antes de volver a conversar.
Estuve casi 20 años en la selección nacional de boxeo. La verdad es que nunca me habían entrevistado desde aquellos tiempos. No me porté mal. Fui disciplinado. A lo mejor es porque no soy campeón mundial ni olímpico. Pero gané medallas”.
“Tengo el consuelo de que las personas en la calle me reconocen”, dice en tanto dibuja con sus apretados labios algo parecido a una sonrisa triste. “Por suerte los mayores no te olvidan, sin embargo algo está fallando con los jóvenes”.
Se calla. Busca nuevas palabras. Hay silencio. El único sonido que se escucha es un viejo éxito de la orquesta Revé, que sale de un radio. Lo tararea con gusto unos segundos y prosigue.
“Estoy en la lucha diaria”, abunda “No ando buscando cosas materiales. Al deportista se le da lo que merece. Cobro por mis medallas, pero nos han informado que mejorará el sistema de pago. Dicen que se perdieron los papeles de muchas glorias deportivas y que debemos hacer un documento donde pongamos años, fechas y hasta testigos que certifiquen nuestros resultados. Hemos reclamado en el Inder provincial y nada”.
Hermenegildo se yergue y con cuatro zancadas pasea su metro noventa y cinco por la pequeña sala. Todavía es un hombre robusto y atlético. Con sus enormes manos intenta moldear un peinado donde las canas cada día colonizan más espacio.
Vuelve a acomodarse en el asiento, que emite un quejido al sentir su peso. Se quita las chancletas y contempla sus pies. ¿Conservas tus medallas?, le digo sacándolo de su peculiar abstracción, y miro hacia una pared presidida por un gran cuadro que atesora un buen grupo de preseas, algunas oxidadas, pero ordenadas y seguras.
“Están casi todas. Hay gente que las ha querido comprar. Eso nunca. Me las llevé hasta para México, estuve un año allá casado. Trabajé en un gimnasio. Regresé, aquello no era lo mío.
“El título más importante para mí fue el de los Juegos de la Amistad en 1984”, expresa y respira hondo mientras examina las bien recortadas uñas de sus manos. “Cuba organizó el boxeo. No fuimos a los Juegos Olímpicos en Los Ángeles. Por cierto, se dijo que ese premio se reconocería como medalla olímpica. Todavía lo esperamos”, acuña y los hombros se le hunden de decepción.
“El bronce en el mundial de 1982 lo festejé”, explica y se rodea con los brazos. Como si de pronto abrazara un lindo recuerdo empolvado por el tiempo. “No discutí el oro de los 91 kilos porque en la semifinal perdí ante el alemán Juergen Fanghaenel. Era una roca. Fue una pelea sangrienta.
“En los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Colombia en 1978 (81 kg) y La Habana 1982 (en 91 kg) gané oro”, sustenta a la vez que los ojos se le acomodan en una chispa.
“Pude haber ido a los Juegos Olímpicos de Moscú 1980. Decidieron no llevarme. Caí en una competencia sin apenas preparación. Después apreté. Escogieron a Ricardo Rojas, a pesar de que lo superé en los sparrings. No fueron justos. Mi disgusto fue grande”.
Hace una pausa. Se estira un poco con gesto de contrariedad. Desea pasar página. “Tuve grandes rivales acá, Sixto Soria, Orestes Pedroso y Rojas”, asegura a la vez que cruza las piernas, mientras juega con un rizo de su pelo. “Yo no pegaba duro. Era estilista”.
¡Vamos a tomarnos un té!, dice y con rapidez se adentra en la cocina desde la que continúa casi gritando. “Triunfé en todos los topes contra Estados Unidos. No olvido la pelea ante Tony Tucker, que en el profesionalismo ganó en los pesos pesados en 1987”.
¡La gente habla sin saber!, le provoco ¿qué se siente cuando te noquean? “Nada”, riposta de regreso con dos vasos de la aromática infusión. Otra vez toma asiento y con una cucharita hace circulitos revolviendo el humeante contenido de su vaso. “A veces ni ves el golpe venir. No sientes ni dolor, estás perdido, dormido, en otro lugar. Te enteras cuando te levantas y preguntas qué pasó.
“Mira, hice sparring con Stevenson. Nos dábamos duro. Cuando íbamos a pelear contra los americanos Fidel se aparecía en la Finca. Nos veía combatir. Al final me preguntaba, ¿cómo lo ves? Yo le decía, tranquilo, Comandante, que él gana. Eso nunca se dijo, tampoco que fui el hombre escogido para la preparación del famoso combate de Teo contra Mohamed Alí”, testifica mordisqueándose cómicamente su labio superior “el pueblo no lo sabe y así fue”.
Se lleva el vaso a la boca. Mira por encima del borde. Da un sorbo corto y continúa “dejé el boxeo cuando quise. Es puro sacrificio”.
De tres largos tragos se termina el té todavía caliente, y comenta cómo descubrió el pugilismo en Consolación del Sur. De sus primeras experiencias. Llega la inevitable comparación entre el hoy y el ayer. “Antes había más calidad. No podías descuidarte. A la Finca entraban 40 o 50 peleadores después de cada Torneo Playa Girón. Cuatro o cinco por división. Ahora no”.
Se frota la barbilla que parece recién afeitada y arquea sus escasas cejas. Coloca las manos alrededor del vaso vacío como si fuese un pichón que se hubiese caído del nido y necesitase protección. Sin que le pregunte expone: “Tengo cinco hijos y cuatro nietos. Soy buen padre y abuelo”, certifica con una de esas miradas que destilan un sentimiento especial…
¿Te quedaron sueños por cumplir?, le interrogo e interrumpo la grabación. “Se me tronchó el sueño olímpico. De haber ido a Los Ángeles 1984 cogía medalla. En los Juegos de la Amistad les pasé por encima a los mejores, incluido al campeón mundial”.
Hermenegildo se levanta, parpadea y desvía sus ojos hacia la pared donde además del cuadro con las preseas, reina un sable de extraña forma. “No es ningún premio”, atestigua, mientras lo niega con su cabeza. Con las manos en la cintura da un paseíto por la sala. Observa hacia una esquina del piso. Destaca una pequeña, antigua y bien cuidada figura de San Lázaro junto a varias ofrendas. “Era de mi mamá”, aclara al confrontar mi mirada. “Respeto y protejo sus recuerdos”, explica y con sus poderosos nudillos acaricia su mentón.
Levanta la vista. Va a hacia donde estoy y con sus enormes manos envuelve y zarandea la mía. Sospecho llega la despedida.
“Solo soy un hombre trabajador”, expresa con una mueca torpe que oculta sus ojos vidriosos. Oye campeón, le digo animadamente, ha pasado el tiempo, pero la gente te recuerda. “Sí, es verdad”, contesta con un suspiro de brisa y tempestad. “No queda otra que seguir luchando. Ahora boxeo con la vida”…