Las intensas llamas que hemos visto durante dos días en Matanzas no sólo esparcen humo, de ellas se levanta una ola de dolor.
Como madre pienso en las que tienen a sus hijos desaparecidos hace más de 24 horas, en las que están en casa con el alma pendiendo de un hilo, porque ese ser que llevaron en el vientre está allí, en la primera línea luchando contra las llamas, conscientes del peligro y también de cuánto depende de ellos.
Como mujer, me identifico con las esposas que no sabrán qué decir a sus descendientes cuando pregunten por papá, y que quizás no se atreven a ir a la cama porque esta vez no es la ausencia por un turno de trabajo, sino el vacío de la partida definitiva.
Como hija, imagino la angustia de los que tienen a uno de sus progenitores allí, en la llamada zona caliente, el ansia de cada llamada para confirmar que todo está bien.
Como hermana, tía, amiga, siento por esos que no estarán más en una celebración familiar, de los que están lesionados y se espera por su recuperación, aquellos que siguen expuestos a los riesgos…
En cada caso hay susto, miedo que te oprime el pecho y desborda los ojos; un dolor que atenaza ante la certeza de lo incontrolable, de que en ellos hay puesta la esperanza de un país, aguardando por buenas noticias, tan necesarias en tiempos como los de hoy.
Como cubana, agradezco la ayuda que recibimos, y celebro que se comparta con hombros mejor preparados la responsabilidad de borrar esa nube de humo que ahora nos acompaña.
En Matanzas se nos ha incendiado mucho más que miles de litros de combustible, arde el alma por familias enlutadas, expectantes; de entre las cenizas hemos de recuperar las esperanzas y también las enseñanzas, para como dijera Enrique José Varona, en su texto La catástrofe: “…precavernos, en bien de los vivos, de los males que han costado tantas muertes.”