Se cumplen 120 años de la instauración formal del Estado Nacional cubano, de la proclamación de la República de Cuba con los atributos correspondientes a esa condición, cuando la bandera cubana se izó en todos los edificios públicos y también, por iniciativa popular, en muchas casas y sitios particulares.
Fue un día de celebración, de fiesta, aunque también de dudas, de temores, de incertidumbres: ¿Cómo sería el futuro de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos dentro del marco de la Enmienda Platt? ¿Podría Cuba mantener su independencia en aquellas condiciones? ¿La república sería la consagración de lo pensado por los grandes líderes independentistas o por el mambisado? ¿Prevalecería un pensamiento de transformación de la sociedad o uno conservador, de inmovilismo? ¿Cómo incidiría la Enmienda en los asuntos internos de Cuba?
Estas y otras muchas interrogantes se abrían entonces para quienes vivían ese día significativo, pero solo el decurso de los acontecimientos daría respuesta a ellas, aunque para muchos era solo un día de fiesta en el que se había llegado a la meta. No obstante, había una historia precedente que condicionaba esas preguntas.
La guerra iniciada en 1895 surgía con un programa de la revolución que habría de hacerse en Cuba, explicativo en la medida de lo posible, a través del llamado Manifiesto de Montecristi que habían firmado el Delegado del Partido Revolucionario Cubano y el General en Jefe del Ejército Libertador, José Martí y Máximo Gómez; no obstante, para la gran masa de combatientes el objetivo inmediato era la independencia de Cuba.
En el transcurso de la guerra, habría otras tendencias entre los representantes en la estructura política, es decir, el Consejo de Gobierno, en lo que incidió la muerte en combate de algunos de los principales líderes iniciales, así como las combinaciones de fuerzas que se fueron estructurando en torno a esa dirigencia, lo que implicaba miradas y objetivos diferentes en cuanto a la República que habría de instaurarse.
La intervención estadounidense en la guerra en 1898 daría un giro fundamental a la situación y su desenlace. El 1º de enero de 1899 comenzaba la ocupación militar de Cuba por los Estados Unidos, por tanto, la prioridad de la mayoría de los cubanos se centró entonces en poner fin a esa intervención.
La reafirmación constante del pueblo, de manera espontánea, de su voluntad independentista resultó fundamental en aquellos años. Por medio de canciones, décimas, poemas diversos, conmemoraciones, homenajes a los caídos y los héroes vivos, rebautizos de las calles y poblados, en fin que, por muy diversas maneras, aquel pueblo que no tenía una organización coherente hizo patente su resistencia a cualquier solución que no implicara la creación del Estado nacional, lo que se expresó de manera creciente en la medida en que se prolongaba la ocupación.
Las elecciones municipales convocadas por el gobierno interventor dieron el triunfo absolutamente mayoritario a los candidatos independentistas, pues eran quienes tenían el capital simbólico asumido por el pueblo, lo que era también una fuerte demostración de voluntad. Como esa, fueron muchas las evidencias de que una solución como la anexión era solo sostenida por una muy escasa minoría con intereses específicos que la vinculaban de manera dependiente con el naciente imperio del Norte.
El presidente norteño William McKinley había dejado claro el camino a seguir por los Estados Unidos, en concordancia con sus intereses estratégicos, en el mensaje anual al Congreso del 5 de diciembre de 1899: “La nueva Cuba” que emergería de “las cenizas del pasado” debía quedar ligada a Estados Unidos por lazos de “singular intimidad y fuerza” para asegurar su durable prosperidad. Esos lazos serían “orgánicos o convencionales”, pero “el destino de Cuba está vinculado en forma legítima y de manera irrevocable a nosotros”, el cómo lo determinaría el futuro con la maduración de los acontecimientos.[1]Estaba claro el objetivo, pero también la necesidad de su adecuación a las circunstancias.
La Cuba que vivió los años de ocupación militar fue bastante compleja pues, mientras había grupos oligárquicos dependientes de la relación subordinada al mercado estadounidense, a su tecnología, que propiciaban una relación subordinada que incluía la anexión, la gran mayoría reafirmaba cada día, en la vida cotidiana, la voluntad independentista. Esto condicionó la manera en que se implementaron esos “lazos de singular intimidad y fuerza”.
La variante fue el ensayo de una nueva forma de colonización, de dominación, la articulación de un neocolonialismo, a partir de los nuevos tiempos del capitalismo. Cuba fue entonces un terreno de ensayo para las nuevas formas de dominación de los Estados Unidos. En ellas se insertaban los mecanismos económicos, aunque también formas culturales de ejercer la hegemonía, pero para Cuba se implementó también un nuevo mecanismo jurídico para el dominio político como fue la Enmienda Platt.
Este apéndice impuesto a la Constitución cubana aprobada por la Asamblea Constituyente en 1901, funcionaría como un instrumento de control absoluto sobre las decisiones gubernamentales cubanas, desde las prohibiciones o regulaciones para concertar empréstitos o tomar medidas en el campo de la sanidad, reconocer el derecho de intervención para conservar un gobierno “adecuado” -con lo cual era desde los Estados Unidos que se calificaba de adecuado o no un gobierno cubano-, hasta llegar al derecho de arrendar o comprar tierras para estaciones navales y carboneras (puesto así en plural en el texto). Esta fue la variante escogida para establecer los lazos de “singular intimidad y fuerza”.
El 20 de mayo se producía el traspaso de poder, con lo que finalizaba la ocupación militar, de manera oficial, aunque, como dijo Máximo Gómez:
Con la intervención armada de los EE.UU. en la guerra de independencia es indiscutible que Cuba, al inaugurar la República, ha quedado tan íntimamente ligada así en lo político, como en lo mercantil a la Gran República Americana, que casi y sin casi vienen a constituir tan fatal o fortuita intimidad, un cúmulo de obligaciones, que han hecho de su independencia un mito. Y como si el hecho histórico no valiera nada en sí mismo, para probar este acierto, ahí tenemos la Ley Platt, eterna licencia convertida en obligación para inmiscuirse los americanos en nuestros asuntos, derecho reconocido, no importa como, por la Representación Nacional Cubana. //(..) // Ellos se fueron, al parecer es verdad. El día 20 de mayo, yo mismo ayudé a enarbolar la bandera cubana en la azotea del Palacio de la Plaza de Armas. ¡Y cuantas cosas pensé yo ese día! Todos vimos que el general Wood, Gobernador que fue se hizo a la mar en seguida, llevándose su bandera, pero moralmente tenemos a los americanos aquí.[2]
La conmemoración del 20 de mayo, por tanto, tiene distintos simbolismos, pero no puede olvidarse que esa fue la variante que tuvieron que crear ante la resistencia del pueblo cubano. No pudieron imponer la anexión, por lo que debieron implementar nuevas formas que, de alguna manera, nos diferenciaba de otras colonias como Puerto Rico. Recordar el 20 de mayo, por tanto, también obliga a recordar a aquel pueblo valiente y decidido que, en condiciones muy difíciles y desfavorables, obligó a que se reconociera el derecho al Estado nacional, aunque nos impusieron una soberanía muy limitada.
El recuerdo del 20 de mayo de 1902 es, ante todo, un tributo al cubano que resistió, que llevó al poder interventor a la necesidad de buscar nuevas formas. Resultaba imposible obviar la voluntad independentista cubana, aunque con formas más sutiles se implantara el dominio neocolonial. Alcanzar la plena soberanía sería, para el pueblo isleño, un objetivo a lograr desde esas nuevas condiciones, pero el reto se asumiría.
[1]Department of State: Papers relating to the foreign relations, Government Printing Office, Washington, 1901, p. XXIX.
[2] Yoel Cordoví: Máximo Gómez. Utopía y realidad de una República. Editora Política, La Habana, 2003, pp. 250 y 251.
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Profesora titular