Cienfuegos─ La ciudad dormita. Él, escoba en mano, comienza su jornada. No sé su nombre; tampoco le pregunto. Al pasar por su lado le digo un “buenos días” medio tímido, con sabor a café recién colado, y recibo las mismas palabras por respuesta, aunque en un tono más fuerte. Él está muy despierto.
Es el barrendero que limpia dos veces al día la calle donde vivo. La primera bien temprano —comienza a las 4:00 a.m. — y la otra bajo el fuerte sol del mediodía. Apenas levanta la vista, apenas se detiene. Solo lo hace para tomar agua de un pomo plástico que lo acompaña siempre. Barre la acera, el contén y la calle. Una vez me dijo que le correspondían más de diez cuadras, las que multiplicadas por dos suman 20, o sea, unos dos kilómetros por ambos lados.
Por estos días, los árboles que llamamos “de almendras” se han empeñado en dejar caer las hojas secas y las calles amanecen con “un colchón” formado por ellas. El barrendero no dice nada, aunque imagino que esté molesto, porque su trabajo, de por sí muy duro, se multiplica en cada jornada.
Al mediodía, el overol azul está empapado en sudor. No sé cómo puede seguir sin descansar ni un minuto. En plena calle, con ese sol que pretende hasta rajar las piedras, debe haber unos 35º de temperatura. Pero él no se detiene. La escoba va de un lado a otro, acumulando los desechos, más de los debidos por la inconsciencia ciudadana, recogiéndolos con una pala y echándolos en el saco amarrado al carrito. Así, una y otra vez, una y otra vez.
Muchos lo ven y parecen no verlo, como si no existiera. Sin embargo, el barrendero —como todos los de su oficio— merece la mayor consideración.
No sé si el que limpia todos los días frente a mi casa ejecute su labor como dijo alguna vez Martin Luther King: “…Tan bien que todos los ejércitos del cielo y la tierra puedan detenerse y decir: aquí vivió un gran barrendero que hizo bien su trabajo”.
Lo que sí puedo asegurar es que merece el mayor de los elogios.
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Tamayito es pequeño de estatura, pero un gigante para el trabajo. A él le corresponde barrer las calles que rodean el céntrico parque Martí. Siempre está sonriente, alegre. Talmente parece que la labor le estimula el espíritu.
Hace algunos años lo entrevisté. Me contó que le gusta apreciar la limpieza y por eso se consagra cada día, desde muy temprano.
En aquella ocasión se quejó de la indolencia de algunas personas que tiran los desechos a la acera o las calles y hacen más difícil el trabajo que realiza. “Compran una pizza y el cartoncito no lo echan en la papelera”, me dijo.
Pero a él nada lo detiene. Siente orgullo por lo que hace, “porque es necesario y gano mi salario honestamente”, afirmó.
En el mes de abril de 2019 coincidimos en las actividades organizadas por la CTC para condecorar a trabajadores destacados de todo el país. Rubén Tamayo González mereció en esa ocasión la Orden Lázaro Peña de III Grado, ganada a fuerza de escoba y recogida de desechos en las calles de esta ciudad.
Honor a quienes honor merecen.