Icono del sitio Trabajadores

Ver a tus alumnos sobre el escenario es como enamorarse por primera vez

La reconocida actriz Corina Mestre, Premio Nacional de Teatro 2022, es también puntal de la enseñanza de las artes en Cuba. Conversó en exclusiva con Trabajadores

Corina Mestre no traba­ja para conseguir premios. Ni siquiera trabaja por los aplausos. Pero ha conseguido ga­lardones y reconocimientos. Y ha recibido muchas ovaciones a lo lar­go de una carrera intensa sobre los escenarios y en las aulas. Al Pre­mio Nacional de Enseñanza Ar­tística ha sumado ahora el Premio Nacional de Teatro.

Foto: www.trabajadores .cu

A Corina Mestre no le gustan las entrevistas, pero accedió a con­versar con Trabajadores sobre su arte y sobre algunas de sus obse­siones.

Hace algunos años no hace tea­tro, así que es posible que algunos de los espectadores más jóvenes (y menos interesados en la historia) no sepan que es una actriz em­blemática de la escena nacional, primera figura de grandes agru­paciones, discípula de grandes maestros… ¿Qué teatro añora?

Por supuesto que el que más añoro es Teatro Estudio. Ahí tenía tres sesiones casi todos los días. ¡Hice más de 70 obras! Había días en que por la mañana trabajaba con Berta Martínez, por la tarde montaba o ensayaba con Vicen­te Revuelta y por la noche hacía una obra de Abelardo Estorino. Y los fines de semana nos íbamos al Parque Lenin a ofrecer funciones en un proyecto de extensión cul­tural de la compañía allí. Ahí se trabajaba toda la semana. Algu­nas noches tenían lugar peñas con trovadores. Y los domingos por las mañanas teatro para niños.

El inmenso desarrollo que al­canzó Teatro Estudio, que llegó a ser el grupo insigne del país, fue posible por la confluencia de gran­des directores, que nos exigían a los actores transitar por diferentes poéticas. A mí me dieron la baja del Ministerio del Interior (Minint) el 30 de diciembre de 1980, y en ene­ro de 1981 me estrené en Don Gil de las calzas verdes, de Tirso de Molina, en una puesta de Berta. Y tengo que decir que hice una ca­rrera meteórica, porque ya en 1983 era Actriz A, que era la categoría máxima en esos años. Claro, era re­lativamente conocida por mi traba­jo como aficionada en el grupo de Humberto Rodríguez. Como aficio­nada incluso había participado en puestas de Teatro Estudio. Pero en 1983 ya actuaba en todas las gran­des obras de la compañía.

Lo primero que hice con Vicen­te, como actriz profesional, fue una obra de Freddy Artiles, Vivimos en la ciudad. Pero siendo todavía aficionada del Minint, cuando Vi­cente hizo su Galileo Galilei en el Teatro Nacional, yo fui una de las damas de la corte.

Puedo decirte que trabajé con todos los directores de Teatro Estu­dio, aun todos los que venían invita­dos: José Milián, Pepe Santos… Fue una vida profesional muy intensa. Y la extraño mucho. Porque no para­ba. Y yo, te confieso, no concibo es­tar quieta.

Trabajó con algunos de los prin­cipales referentes del teatro cubano de todos los tiempos. Lo dice con naturalidad, pero ¿hasta qué punto eso la marcó como actriz y como ser humano?

Es muy fuerte y al mismo tiem­po natural. Vivía al lado de Teatro Estudio. Era la niña que estaba siempre metida en el teatro. Y tenía una relación estrecha con la gente de allí. Así que desde temprano tuve noción de lo que significaba trabajar con Vicente, con Raquel, con Berta. Eran personas obsesionadas con el actor, se implicaban y te implicaban hasta la médula. De ellos viene este rigor que aplico yo en mi vida pro­fesional. Eran maestros muy rigu­rosos y al mismo tiempo gente con extraordinarios conocimientos so­bre el teatro, sobre la técnica… has­ta el punto de que para mí después fue difícil ver ciertos espectáculos de otras personas, porque enseguida notaba defectos que ellos no hubie­ran admitido en sus propias puestas.

Claro que el teatro tiene que ir con su tiempo, pero a mí ahora me molesta mucho la superficialidad, la falta de investigación, la escasa pro­fundización en la técnica… Esa es mi lucha cotidiana con los que están comenzando en este mundo: tratar de recuperar un rigor, una disci­plina que les son imprescindibles al buen teatro.

A usted muchas personas, más que por el teatro, la conocen y la ad­miran por su trabajo en la televisión. Pero, ¿qué le debe al teatro? ¿Qué le ha aportado para su ejercicio en otros medios?

Siempre digo que honro dos ám­bitos primordiales de la creación. Primero la poesía, y después el tea­tro. Les tengo mucho que agradecer. Ahí se concretan las esencias de mi ejercicio profesional. Ese intercam­bio único y directo con el especta­dor, esa energía entre el que se sienta a ver un espectáculo y el que lo está protagonizando sobre el escenario, necesariamente tienen que ser más fuertes que lo que se alcanza con una pantalla por el medio.

Puede parecer duro que diga esto, pero en la televisión hay cier­ta zona farandulera, cierto culto a la persona, más que al personaje.

En el teatro no sucede eso. En el teatro la gente se conecta mucho más con el personaje que en ese mo­mento eres. Sobre el escenario no soy Corina, soy otra. Y esa es una de las funciones principales del teatro: crear otra realidad. Tengo montones de recuerdos en ese sentido, y me erizo al evocarlos. Bueno, yo siem­pre me erizo cuando hablo de teatro.

Esa es mi vocación, que es en de­finitiva una vocación muy cercana a la comunidad… a la vida, las aspira­ciones, los sueños, los problemas de la gente.

Habla de vocación: ¿Qué tan importante es la vocación en un artista?

Me doy cuenta que desde niña tenía una vocación por el magiste­rio. Y eso se entronca con mi tra­bajo posterior como actriz. Una de las primeras cosas que yo hice en el mundo del teatro fue montarles a los niños del barrio El circulito de tiza, la versión de Sastre de El círculo de tiza caucasiano, de Brecht.

No es que yo hubiera querido ser directora teatral; yo sencillamente quería enseñarles a esos niños la im­portancia de los valores, la búsque­da de una verdad, la búsqueda de la justicia. Y el teatro servía para eso.

Mi vocación primera es la del magisterio, que es una vocación por la justicia. Porque se es maes­tro, más que para enseñar la técnica (que claro que es importante), para inculcar valores.

Te confieso que esa vocación me ha llevado hasta el dolor. Cuando era joven y las fuerzas me acom­pañaban, no me importaba. Pero ahora que tengo 67 años, seguir en el camino, llegar hasta el último rincón del país buscando que no se pierda ningún talento para el arte, me daña mucho físicamente. Pero no puedo parar, porque al mismo tiempo me estimula, me llena espi­ritualmente. Mientras tenga fuer­zas lo haré.

Algunas personas dicen esto muy a ligera, y por eso no lo repito mucho: soy una mujer martiana. Y con José Martí comprendí que era muy necesario salir a buscar a la gente que quería aprender. En eso estoy y estaré. Aunque, te insisto, esa vocación me haya llevado hasta el dolor.

Varios egresados de la Escuela Nacional de Teatro dicen que usted es una madre para ellos. ¿Cómo es su relación con los que se forman en las escuelas de arte?

Estoy convencida de que vamos a tener un mundo mejor. Y mientras mejor formemos a los profesionales hoy, mejor será ese futuro. Quizás no me alcance la vida para verlo, pero tengo que hacer mi parte aquí y ahora. Siempre evoco la parábola del ruiseñor que pretende apagar un gran incendio llevando agua en su pico. Uno de los animales del bosque le dice que esa es muy poca agua para resolver el problema y el ruiseñor responde: ¡yo hago mi parte!

Creo en la necesidad de un tea­tro mejor, que piense en los otros más que en la satisfacción de egos. Creo en el profesional que más que en el deseo de reconocimiento, se afane en lo que puede aportarles a la comunidad, al público. Algu­nas personas me dicen que es una utopía pensar que todos compren­derán eso, pero a mí basta con que algunos, entre todos, lo compren­dan y lo asuman.

Los actores de la más reciente promoción de la Escuela Nacional de Teatro están interpretando aho­ra mismo a Shakespeare con Car­los Díaz y Teatro El Público en el Trianón. ¿Qué siente cuando los ve actuar?

Carlos Díaz dice que yo soy una llorona, pero yo no puedo evi­tar llorar cuando los veo. Es un cosquilleo en el estómago. Un sal­to. Es como cuando una se enamo­ra por primera vez. Cuando veo a mis alumnos sobre el escenario ya no soy la maestra: soy la mamá.

Compartir...
Salir de la versión móvil