He escuchado cientos de veces que el tiempo cura todas las heridas. Es mentira. El tiempo no cura nada. Solo las adormece. Lo sabemos usted, yo y el hombre que me mira… El silencio lo amordaza. Atrás han quedado sus primeras palabras. Más cortas que un telegrama. Desde hace algunos minutos, y tras una pregunta liberada por mi curiosidad, tiene los ojos escarbando en ese extraño mundo que es el pasado. Tierra de recuerdos y superación. De cicatrices y fantasmas… Mete uno de sus largos dedos entre su oscura piel y el cuello de su pulóver como si intentará liberarse para respirar mejor. Inclina su rostro mientras sus cejas caen como la tarde. En su boca el labio inferior engulle al superior, produciendo un gesto indescifrable. No hay juicio ni condena. Solo una profunda reflexión… Quizás Juan Hernández Sierra sea una de las voces de esas historias privadas, que a la vez son de todos. Sobre el ring vivió, triunfó y cayó. Lo necesario para que tal vez todavía le pesen algunas cosas….
“Sí, el profesor Alcides Sagarra me exigió sentarme en el medio del ring tras la final del Mundial de Houston en 1999. Era la forma de impedir la premiación luego del despojo que nos hicieron”, expresa mientras descansa su anatomía sobre uno de los cómodos butacones, cuyas lindas combinaciones de blanco y negro le dan vida al lobby del comedor olímpico de la Escuela Nacional de Boxeo Holvein Quesada.
“Si llego a bajar, retiraban a los jueces y daban las medallas”, continúa. “Gracias a eso no pudieron salirse con la suya, y tuvieron que revocar el fallo por la madrugada. Aunque ya nuestra delegación se había retirado de la competencia” prosigue y una vena abultada le late visiblemente en el cuello.
“No le falté el respeto a nadie ese día. Solo hice lo indicado. Molesto y lloroso estaba, pero tranquilo”, junta las manos por las yemas de los dedos, haciéndolos repiquetear nerviosamente entre sí.
“Irnos del Mundial fue lo mejor. A varios compañeros los habían perjudicado. Lo mío fue el colofón. La presea jamás estuvo en mi poder. Nunca se entregaron. Oficialmente y en los récords soy el campeón. Fue lo que más rabia me causó en mi carrera deportiva”, certifica susurrando como si le estuviera escuchando el pasado, y no quisiera despertarlo de su sueño.
Se echa hacia atrás y estira las piernas. Las cruza a la altura de los tobillos. Parpadea y se acaricia una de sus manos como si fuera un cachorro maltratado.
¿Cómo explicar las derrotas olímpicas?, expresa. Piensa unos segundos en los que procura tragar saliva. Con una leve mueca y una caída de ojos continúa.
“Estuve en dos finales. Pasan tantas cosas sobre un ring”, contesta con un hilo de voz. “En Barcelona 1992 caí ante el irlandés Michael Carruth. No creo que haya perdido. Yo daba los golpes y se los anotaban a él. Los jueces lo decidieron así. Tal vez equivoqué el plan táctico. En Atlanta 1996 con el ruso Oleg Saítov fue duro y cerrado… No quiero culpar a nadie. Al final no lucí como se esperaba. Es una deuda que llevo”, asevera y los hombros se le hunden junto con su nostalgia.
Aprieta los dientes para evitar cualquier expresión. Observa la grabadora como si fuera un objeto desconocido. Se aprieta con los brazos como si fueran un salvavidas. Pasan los minutos. Mi silencio aderezado con un gesto de impaciencia le obligan a percutir.
“No debí pelear en los 71 kilos en Sídney 2000. Fue una decisión del colectivo técnico. ¿Yo? cumplí disciplinalmente. Lo mío eran los 67 kilógramos. Han pasado más de 20 años de esos Juegos Olímpicos y todavía me duele no haber triunfado”, explica casi gimiendo, y con una mano sobre el corazón, como si quisiese protegerse de un ataque: “Debí ser más inteligente”.
Juan Hernández Sierra se levanta. Se estira cuan alto es. Se enfunda un abrigo rojo y azul. Algo extraño ante el calor reinante. Se frota las manos. Se deja caer otra vez sobre el butacón, y decide soltar algunos recuerdos felices que lleva encima.
“Oye, de los cuatro mundiales que gané, ¡siiii ahí está el de Houston, anuncia, —y la vena, gruesa como una lombriz, se le hincha en el cuello— el de Sídney 1991 es inolvidable.
“Triunfé en la final sobre el alemán Andreas Otto. Tremendo peleador. Era mi primer gran torneo. Fui pelea a pelea. Con el oro me sentí como nunca. Disfrute mucho mis títulos. No solo los planetarios, igualmente los dos en Panamericanos y Juegos Centrocaribeños. Engrandecen la carrera deportiva. Implican sacrificio, y horas de entrenamiento. ¡Ahh y rivales de calidad!”.
Comienza a sudar un poco. Sus largos y toscos dedos aran con calma los surcos de su frente. Muestra sus dientes dando vida a una sonrisa de la que ya no volverá a bajarse.
“Tuve buenos rivales en Cuba. Ernesto Cabrera y Freddy Domínguez fueron los más duros. En el extranjero Carruth y Saítov, quien me ganó par de veces. Nunca pude descifrar sus estilos. Fue algo que conversé con mi entrenador Julián González Cedeño. Un padre desde mi llegada al equipo nacional”.
Una pregunta le hace apretar los dientes con tanta fuerza que un músculo tiembla a lo largo de su mandíbula. Me parece percibir que su maxilar tiene una extraña forma, lo cual quizá sea un rasgo llamativo.
“Alcides Sagarra es el padre del boxeo cubano”, afirma. “Exigente y ganador. Gracias a él estamos aquí. Guio al gran Teófilo Stevenson, dice y señala con la barbilla hacia la pared donde cuelga un enorme cuadro de la leyenda. “El mejor de todos los tiempos. Tenía técnica y pegada. Era pausado e inteligente”.
Se toca la nuca con la mano, mientras su mirada y la mía buscan la voz de una mujer que, desde la cocina, grita, perdón canta a su manera una balada de Patti LaBelle y Michael McDonald.
Encoge sus cejas y hombros imitando un (no nos queda más remedio, debemos disculparla) y persiste. “El boxeo ha cambiado. Algunos de los que están hoy en la selección nacional en mí tiempo les hubiera sido difícil”, asiente con vehemencia.
“Había hasta cuatro hombres por división. El período especial nos golpeó. Debemos trabajar más en las áreas especiales. Antes el proceso de captación era superior”.
Parpadea y se queda pensativo. La pregunta no ha sido complicada. Aun así, se toma su tiempo en tanto el sol trepa por la pared.
“Es tiempo de que la mujer cubana boxee —testifica y aparta de un manotazo sin llegar a tocarla la trayectoria de una enorme cigarra.
“Seguimos en desventaja. Hemos perdido tiempo. Se puede arreglar. Aunque, una mujer no es para darse golpes”.
Un perro comienza a ladrar. Intentamos azorarlo sin éxito. Nos levantamos maldiciendo un poco, y echamos a andar en busca de un lugar donde concluir la conversación. Sobre la marcha algunas ranas forman un coro entre los arbustos, y un pájaro de color marrón aporrea un árbol como un púgil a un saco de entrenamiento.
“Soy de Guane en Pinar del Río. Allá el fútbol era pasión. Yo lo jugaba”, asevera tomando aliento. “Un día vi por la televisión boxeando a mi primo José Luis Hernández y dije ¡voy a hacer lo mismo!”, legitima con tono apacible, pero alzando la voz al final de las palabras para hacerse oír.
“Quería ser grande y ayudar a los míos. Hacerme de un nombre. Extraño estar sobre el ring”, ratifica con un gesto triste.
“Deseo continuar transmitiendo en la Escuela Nacional lo que aprendí”, asevera desterrando la pena. “A veces es difícil. Hay muchachos que creen se las saben todas”.
De repente levanta una mano como pidiendo permiso. Mueve la cabeza a ambos lados como buscando algo. Me estruja el brazo y señala.
“Sabes tenía el arco superciliar muy desarrollado y un hueso filoso en el frontal que hacía fácil las cortaduras en los combates. En 1997 me operaron. Bajaron el cuero cabelludo y limaron ese hueso. Cuando el profe Alcides me vio dijo ¡cará desgraciamos al muchacho!, pero no, jamás sufrí otra herida”, autentica señalando en su cráneo rapado una evidente y amplia cicatriz.
“Me retiré con 32 años”, asegura. “Por la edad no tenía opciones de ir a Atenas 2004. Era necesario darles oportunidades a otros”, certifica con un suspiro que se escapa de su garganta….
Con un golpecito en la espalda y un firme apretón de manos nos despedimos bajo un sol de justicia. En la caminata hacia la salida me pregunto si quizás para Juan Hernández Sierra el boxeo fue un viaje emocional. Capaz de forjar su personalidad, sus puntos fuertes y sus flaquezas. ¿Tal vez una genuina historia de lucha por los sueños?…
¡Ehhh amigo!…, la poderosa exclamación estremece mis pensamientos. Me giro, y a lo lejos, él con las manos alrededor de la boca grita muy alto: “Estoy orgulloso de haber peleado por Cuba. De representar a los cubanos. No me lo preguntaste, pero te lo recuerdo” …