Nunca olvidaré que muchas, muchísimas madres, entre ellas la mía, siempre, al salir de la casa con la prole, “leían la cartilla a los niños” —como se solía decir—: Orinen antes de salir, tomen agua, advertían, y también otros tantos mandamientos, a veces crueles, pero que iban conformando una cultura, un sentido del civismo, la responsabilidad y el respeto, a pesar de que algunos hoy vean aquello como una errónea forma de criar.
Ciertamente era poco menos que insólito ver a alguien orinar en la calle, a plena luz del día. Y si ocurría, por lo general eran personas mayores, muy mayores, sorprendidas por esa necesidad humana inaplazable de miccionar.
Algo ha cambiado. Nunca vi como en los últimos años, no obstante mis casi siete décadas de desandar las calles de mi Habana, tantos hombres orinando pegados a un árbol, en una esquina, en una acera, sin pena, sin vergüenza, sin recato, ante el paso cercano de mujeres, niños, ancianos, incluso también de otros hombres. Y que conste, hablo solo de hombres por ser estos la inmensa mayoría en el asunto que me ocupa, y no porque no haya visto alguna fémina en tan compleja situación.
Por momentos parecería que estamos en un gran urinario donde la impunidad y la desidia, la moral y el civismo, las malas costumbres y la falta de higiene están a la orden del día.
La solución del problema pasa por aumentar la cantidad de baños públicos en la ciudad. Orinar en la calle es una conducta inapropiada, un foco de insalubridad, una afrenta a la moralidad y a las normas de convivencia.
Para mí no es solo una muy negativa evidencia de indisciplina social. Lo considero un delito. Es condenable orinar en un lugar público, aunque es verdad que existen atenuantes, en primer lugar los posibles problemas de salud. No pretendo ser absoluto.
No son pocos los países donde sería mejor orinarte el pantalón que aceptar la multa que imponen las autoridades encargadas al sorprendido haciendo pis en la vía pública. ¿En Cuba, o para ser más exacto, en mi Habana, es así? Me parece que no.