He aquí a Alberto Blanco. Tragándose su pasado. Atrapado por las cadenas invisibles del olvido. Quien hace una eternidad fuera todo músculos y medallas en el levantamiento de pesas, se escuda ahora bajo una ajada enguatada verde, que lo retrata delgado, pero fuerte como un alambre…
Una risita nerviosa se escapa de su garganta mientras se acomoda sobre un roído sofá, donde el rojo vino dejó de ser hace mucho tiempo el color dominante. Ahora la humedad y el deterioro lo han colonizado para convertirlo en casi un despojo de tela y muelles. Su mirada flota sobre la sala de su pequeña casa en busca de un recuerdo al que aferrarse. Paredes mustias y descorchadas le responden con una angustia perenne. Es un viejo navegante enfrentando un océano de crudas realidades…
Mi primera pregunta le contrae el barbudo y canoso rostro como si le hubiese golpeado. Arquea una ceja y los ojos de color indefinido se le achican por la pesadez de los párpados. Está claro que desea contestarme, pero necesita su tiempo que parece eterno y recóndito…
“Todavía arrastro el positivo por dopaje de los Juegos Panamericanos de Caracas 1983. Acá muchos te olvidan tras cometer un error. Pueden pasar 40 años y aún te castigan”, expresa, mientras el dolor cruza su cara antes de que la calma vuelva a instalarse en ella.
“Recuerdo haber ingerido junto a mi compañero Daniel Núñez un medicamento que nos dio nuestro entrenador. Confiábamos en él. Jamás imaginamos que ocurriría aquello. Si llegamos a saberlo no lo hubiéramos tocado. No recuerdo si le dijimos algo. Él reconoció que se equivocó. A pesar de todo lo considero mi amigo”, asevera con franqueza. “En realidad, ganábamos fácil la competencia”, argumenta mientras sus ojos viajan lejos, probablemente a ese lugar en el que hace muchos años suele perderse y al que nadie puede acceder.
“Antes de regresar a Cuba entregamos las medallas, prosigue. Fue en el aeropuerto y las recogió el preparador de judo Félix de la Cruz. El período de sanción lo aproveché para concluir la carrera de Cultura Física, pues atención de otro tipo no tuve ninguna.
“En la calle las personas se repartían las opiniones sobre mi caso. ¡Había quienes me lanzaban miradas que hablaban y de qué manera! La prensa trató mucho el tema, imagínate”, y se cruza de brazos y sacude la cabeza de un lado a otro.
“Jamás he pedido nada”, ratifica, y de su ceño fruncido nacen profundas arrugas de desaprobación. “Del Departamento Nacional de Atención a Atletas nunca han venido. Ni una vuelta me dan. No me conocen. Creo que se burlan. Esta experiencia es dura”.
Se incorpora un poco. Se pone un cigarro entre los labios, lo enciende y apoya un pie sobre el otro. Suelta una buena bocanada de humo, y se disculpa por la oscuridad de la sala. “Estoy tratando de resolver el problema”, manifiesta y señala hacia el techo donde pende un tubo de luz fría apenas sostenido por finos alambres de incierto futuro. Conversamos en penumbras.
“La medalla de bronce en los 100 kg en los Juegos Olímpicos de Moscú fue mi mejor resultado. Competí con confianza. La preparación para llegar en forma resultó excelente. Me vi en el podio durante el ejercicio de envión. Cuando toqué la medalla estaba perdido de alegría. En Cuba comprendí la magnitud del logro. Loco de felicidad, aunque las autoridades de las pesas acá no lo resaltaron como debían. Por suerte, la afición sí lo reconoció”.
Entrecierra los ojos y suspira. Apoya el codo en el respaldo del sofá y la cabeza sobre una mano. Se pasa la lengua por los labios, como si el recuerdo que se avecina le hubiera dado una sed repentina.
“La presea olímpica y las de los mundiales desaparecieron. Estaban en el Museo del Deporte. Nunca supe qué sucedió. ¡Ahhh, aunque para que la entregara sí le pusieron bastante empeño”.
Alberto Blanco se levanta y anuncia en voz baja que regresa enseguida. Aprovecho y le echo un vistazo al puñado de revistas que descansan encima de una humilde mesita de aluminio y madera. Mi esperanza es descubrir algo nuevo sobre él.
“Oye, yo gané en los Panamericanos de San Juan 1979”, expone de regreso, y con una ceja enarcada, un gesto que he observado ya tres veces en su rostro.
“Me preparé duro y vi el resultado. La cosa fue fácil. Ya con el oro en el bolsillo llegó la hora de gozar”, asegura soltando una ligera carcajada, a la que sigue un ataque de tos que dura unos segundos.
“También arrasé en Juegos Centroamericanos y del Caribe. Conquisté nueve títulos. Las giras de preparación por el campo socialista ayudaban mucho. Fue un orgullo defender mi país. Era una fiera, en competencias no entendía con nadie”, asiente y exhala el aire, deprisa y ruidosamente; en realidad no se trata de un suspiro, más bien es como una feliz locomotora cuando suelta vapor.
Desempolva confidencias. Habla de su etapa como microbrigadista y de sus estudios en la Escuela Técnica del Mar Victoria de Girón.
“Llegué a navegar en barcos arrastreros, confiesa asintiendo. No estuve ni en Juegos Escolares ni juveniles. Entré al levantamiento de pesas con más de 21 años. Al poco tiempo al equipo nacional. ¡Por cierto!”, dispara chasqueando los dedos. “En 1970 antes de ser deportista sufrí una lesión en la columna vertebral. Gracias al doctor Álvarez Cambras y su equipo de trabajo logré recuperarme.
“¡Mi generación fue excepcional!”, declaró y a continuación agrega en tanto se rasca la cabeza, reflexivo, como si pensara en ello: “Es real, ahí están los resultados”. ¿Qué si podrán superarnos? me expresa adelantándose a la pregunta. “Los que vivan lo verán, como dijo el papa Juan Pablo II”, añade, y su grueso dedo índice indica como un puntero un cuadro de La última cena, que ocupa una privilegiada posición en la marchita pared de la sala.
“Hemos tenido buenos y grandes pesistas. Me voy a meter bajo las patas de los caballos”, dice, en tanto con ambas manos intenta poner en orden su desaliñada barba. “¡El mejor ha sido Daniel Núñez! Él abrió el camino. Quiero mucho a Pablo Lara, pero Daniel fue único”.
Se echa hacia delante y de la mesita toma una cajetilla de cigarros. Extrae uno y lo enciende. Da una larga calada, casi estrangulándolo con las puntas amarillas de sus fatigados dedos, sintiendo el humo tibio en su garganta. Su semblante se apaga y lo percibo asombrosamente viejo.
“Es muy lindo andar en carro —afirma con un ligero susurro—, hay asuntos en la vida que nos llevan a dar un paso adelante. Vendí el carro que me asignaron, tuve que hacerlo por el bienestar familiar, aunque aquí llegó en boberías”, y una mueca de desánimo señala hacia una esquina, donde algunos escombros y herramientas comparten el espacio de una importante rotura en el piso.
“Era necesario. Pocas personas lo saben. Nadie me dijo nada”, sentencia estrujando con fuerza en un atestado cenicero lo que queda del cigarro.
“Luego del retiro como atleta intenté trabajar en la pesca. Me embullaron y decidí ir para el Combinado Deportivo José Martí en el Vedado. Estuve como técnico y subdirector”.
Echa un vistazo a un desnudo multimueble, que poco a poco se va vistiendo de polvo, tal vez sopesando la siguiente respuesta. Se estruja las manos y sonríe con tristeza, acentuándose las bolsas bajo los ojos. Una expresión de congoja se refleja en su rostro. El efecto es crudo.
“Pocos familiares se ocupan de mí. Solo mi hermana menor y su hija. Son mis tesoros. ¡En fin!”, acuña, hundiéndose en el sofá, mientras su voz se va apagando como el débil destello de una vela de cera. “Actualmente no hago nada. Estoy en condiciones de trabajar y prestar servicios, pero no… Hago ejercicios y leo bastante. Es algo que disfruto.
“Si lograra regresar al pasado estudiaría más”, se detiene, inclina el mentón y prosigue con los ojos vidriosos. “Hubiera leído mucho. Seguro me habría servido para enfrentar mejor la vida y el matrimonio que no supe afrontar”, reconoce con una furia de conciencia, que se alegra de exhumar.
Su voz abandona la nota ronca, y afligida. Se levanta y espanta un puñado de moscas que se mueven perezosamente a su alrededor.
“Estoy satisfecho de mi carrera. Ser deportista fue lo mejor que me pasó. Cambió mi vida y eso se agradece”, certifica con una respiración tan rápida y profunda que creo le quema los pulmones…
Alberto Blanco no es una bandera arriada, ni un fuego moribundo. Tampoco un personaje herido por el filo del destino. Su vida ha oscilado entre la lucha y el olvido. Su camino nos cuenta cosas de nosotros mismos que tal vez desconocemos. Él es una historia que te sacude, que te habla directamente a los ojos. Que nos obliga a escucharnos desde nuestra frágil e imperfecta condición de seres humanos.