Hace solo unos días en el estadio Latinoamericano alguien me comentó que Urbano González estaba muy delicado de salud. A sus 82 años, el conocido Guajiro de Catalina, era uno de los entrevistados para mi próximo libro.
Aunque sus palabras no llegaron a mi grabadora como hubiera querido, su paso por nuestro béisbol inspiró esta crónica que sirva hoy como homenaje a quien falleció este 4 de diciembre, pero sin poncharse, como siempre quiso que lo recordaran.
URBANO GONZÁLEZ, ¡QUÉ VISTA COMPAY!
Regino González fue el principal y único responsable del tacto que luego desarrollaría su hijo Urbano. Desde pequeño, con apenas 12 años le lanzaba 80 pelotas todos los días para que le diera en el centro. Primero en la mañana, luego después de almuerzo; entre su casa y la del dueño de la finca Aguirre, donde se improvisaba un reducido terreno beisbolero.
En esos escasos 20 metros Urbano no solo adquirió las habilidades primarias de batear con precisión a la zurda siendo derecho por naturaleza, sino que tampoco fallaba a la defensa —por duro que fueran los roletazos— dado que el castigo era fuerte y avisado: arreglar las tejas y las tablas de los techos de los vecinos que rompiera con sus batazos, además de no practicar béisbol por una semana.
Catalina de Güines lo vio nacer, crecer y hacerse temible para todos los lanzadores por el envidiable tacto que tenía con el madero, al punto que propinarle un ponche —casi nadie recuerda dos en un partido—era titular al día siguiente en la prensa nacional. De ese poblado jamás se ha ido y es ya uno de sus íconos, al punto que si usted pregunta allí por El Guajiro salta el orgullo natal: “Urbano vive en aquella casa pintada de…”, responden enseguida desde el más joven hasta el más veterano de ese terruño.
A los 17 años debutó oficialmente con el equipo de Catalina en Liga Nacional Amateur, adscripta a la Unión Atlética de Amateurs de Cuba, donde se instaló como tercer bate y defensor de la tercera base en poco tiempo. Antes había dejado una estela de comentarios por su prodigiosa vista y versatilidad para jugar en cualquier posición del cuadro con el conjunto la Conserva La Caridad, de Jaruco.
No obstante, una y otra vez, cuando se le ha preguntado por sus andanzas iniciales entre bolas y strikes, Urbano se empecina en aclarar que su primera responsabilidad con el uniforme de su territorio fue nada más y nada menos que como cargabates, cuando apenas era un adolescente.
Deseoso de enseñar su talento y aportar algo a la economía familiar, Urbano pasó también por Liga de Pedro Betancourt, en Matanzas; por la Liga de Quivicán y su similar en La Salud, donde conociera a uno de sus mejores amigos dentro y fuera de los estadios, Pedro Chávez, con quien compartiría uniformes y triunfos en las Series Nacionales nacidas el 14 de enero de 1962 y en varios torneos internacionales.
Precisamente en la primera edición de los clásicos cubanos, se adueñó de los lideratos en hits (40) y anotadas (19) y se erigió monarca con la tropa de Occidentales. Vestido del azul de Industriales se coronaría en los años siguientes y disfrutó ser campeón de bateo en 1965 con promedio de 359, mientras repitió dos ocasiones más el título de más incogibles en una temporada con 56 en la IV serie y 76 en la V.
Sin embargo, la hazaña más recordada e irrepetible por aficionados, amigos y pueblo en general tiene que ver con su mítico promedio de ponches. El Guajiro abanicó el tercer strike solo 68 veces en 2876 veces al bate para un promedio fabuloso de un ponche por 42,29 comparecencias al home plate y 0.08 por desafíos jugados.
Como si estos números no delataran toda su inteligencia para batear, posee el récord en Cuba de más veces consecutivas al bate sin poncharse (190); la de mayor cantidad de comparecencias al cajón sin que le pusieran out por esa vía (217) y haber jugado 50 partidos al hilo sin que lanzador o árbitro le cantara el tercer strike.
Pero nada definió más al camarero o antesalista de los equipos capitalinos que su mirada.
Según los estadísticos e investigadores más serios, estas hazañas las realizó de un golpe, desde el 24 de marzo de 1968, cuando defendía la chamarreta azul de los Industriales, hasta el 8 de febrero de 1969, arropado del color marrón que identificaba a la formación Habana. En ese lapso de tiempo, ni el serpentinero que más lo dominó en su carrera, el zurdo Ciprián Padrón, pudo sacarle out por esa vía; en tanto el temible Manuel Alarcón continuaba siendo al que con mayor facilidad Urbano le pegaba indiscutibles.
Anécdotas que han trascendido reflejan que el pítcher oriental, conocido por El Cobrero, trató de emborracharlo más de una vez y siempre terminaba soportando uno o dos incogibles de Urbano en el partido esa noche. En otra ocasión estaba lesionado de la pierna derecha y en el propio banco le quitaron el yeso para que le bateara a Alarcón, a quien lo saludó irrespetuosamente con hit al centro del terreno.
Pero nada definió más al camarero o antesalista de los equipos capitalinos que su mirada. Con un pie fuera del cajón, y el bate cogido a media cuarta de su empuñadura, observaba siempre con inteligencia la disposición al campo de los jugadores rivales para conectar hacia el ángulo o zona de nadie. Luego se concentraba y discriminaba cualquier slider cortico, pegadito a la tierra, hasta pegarle duro a la recta o la curva. ¡Qué vista compay!
La vitrina de títulos internacionales exhibe cuatro títulos mundiales (1961, 1970, 1971 y 1972), dos oros (1963 y 1971) y una plata (1967) en los Juegos Panamericanos; y también un trío de doradas en los Juegos Deportivos Centroamericanos y del Caribe de 1966, 1970 y 1974, por solo mencionar los más significativos.
Urbano mereció más entrevistas y felicitaciones. Habrá espacio seguramente para extraer de amigos y lecturas muchas vivencias de quien ha llevado muchos sobrenombres: El Rey del Tacto, el hombre con vista de águila, El Guajiro de Catalina, entre otros. La poderosa verdad en todo lo narrado hasta aquí es su incorruptible forma de darle adiós a los strikes, pero nunca al cariño de su pueblo que tanto lo aplaudió y aún lo recuerda.