¿Cuántos besos se quedaron a flor de labio, cuántas caricias atrapadas en el cuerpo inerte, cuántos abrazos pendientes, cuántos mimos por dar a la hija que dejó en el vientre de su amada Nancy, y que nunca pudo conocer?
Antonio Alomá Serrano, Tony, se fue de este mundo con tantísimos sueños y planes, pero partió satisfecho con la decisión adoptada. Ya lo había dejado en claro el día en que sus compañeros del clandestinaje pretendieron disuadirlo de enrolarse en tamaña empresa: “Nadie puede quitarme el derecho de pelear por Cuba, he esperado demasiado tiempo para ahora quedarme quieto”.
La misma decisión fue la de Otto Parellada y José Tey, Pepito.
Ninguno de los tres logró sobrevivir a la acción, pero las balas de la tiranía que cercenaron la existencia de estos jóvenes hicieron mellas en sus carnes, no en las ideas, no en el ejemplo, no en la continuidad del empeño mayor: ser libres o ser mártires.
A 65 años de sus muertes, a 65 años de la osadía del 30 de noviembre de 1956, la historia confirma que valió la pena aquello que trasciende hasta nuestros días con el más preciso de los nombres con el que se podía bautizar tamaña epopeya: el alzamiento armado de la ciudad de Santiago de Cuba.
Sí, a no dudarlo, de la ciudad toda. Aún cuando fue el joven abogado Fidel Castro Ruz, desde México, quien fraguó la idea y la compartió con Frank País García. Bien se sabe que aquella acción fue valentía, más que temeridad, heroísmo, más que coraje y tuvo, como sello distintivo, el apoyo de todo un pueblo, pobres y adinerados, blancos y mulatos, hombres y mujeres.
La épica de aquellos años convulsos, de patriotismo renovado, se cuentan hoy en el Museo de la Lucha Clandestina, otrora sede de la Policía Nacional, en la Loma del Intendente, sitio fundamental de los enfrentamientos contra las fuerzas del dictador Fulgencio Batista con el objetivo de distraerlas y así facilitar la llegada del yate Granma, previsto para arribar ese día a las costas cubanas después de su partida de Tuxpan, México, el 25 de noviembre de 1956.
Desde hace 45 años en las cuatro salas del museo es posible encontrar respuestas a tantísimas preguntas:
¿Por qué un médico prestigioso y de salario asegurado arriesgaría el puesto y auxiliaría heridos? ¿Por qué la muchacha atravesó la ciudad con propaganda o pistolas bajo sus sayas? ¿Por qué el joven pintó paredes en la madrugada y se batió a balazos contra el enemigo? ¿Por qué la vecina cobijó al perseguido que jamás y nunca había conocido? ¿Por qué San Germán, San Jerónimo, el Tivolí, Cuartel de Pardo y tantas y tantas calles santiagueras abrieron las puertas de sus casas para resguardar a los insurrectos? ¿Por qué la madre dejó partir al hijo, la novia al amante, la esposa al hombre que ya había puesto en su vientre una semilla? ¿Por qué dar, sin nada pedir? ¿Por qué?
Pocos ejemplos existen de complicidad entre ciudadanía y rebeldía, a la altura del apoyo irrestricto que en la ciudad de Santiago de Cuba se le dio a ese último día del onceno mes del año 1956: Palma Soriano, Baire, Guantánamo, Nicaro, Las Tunas, Manzanillo y Pinar del Río.
Claro, para ser justos hay que decir que también en otros lugares del país hubo combates o acciones en virtud de distraer a las fuerzas del régimen para facilitar la llegada del yate Granma. Así sucedío en Santa Clara, Camagüey, Cienfuegos, Matanzas y La Habana.
Pero Santiago de Cuba descolló como el puntal más sólido de la Revolución que cobraba fuerzas gracias, entre tantas cosas, a la capacidad organizativa de Frank País García y a su ejemplo como combatiente clandestino.
Con increíble complicidad, como todo un desafío a la brutal represión imperante por aquellos años, el joven maestro aglutinó a cientos de cubanos dignos e hizo posible lo que parecía quimera.
Así fue como se confeccionaron los brazaletes rojinegros del Movimiento 26 de Julio, M-26-7, y se cortaron las piezas para los uniformes verde olivo —color elegido por Frank y aprobado por Fidel, devenido símbolo de libertad y de pueblo uniformado que hoy son las Fuerzas Armadas Revolucionarias—; así fue como los arquitrabes de muchas casas se convirtieron en almacenes de armas, y las gavetas de coquetas en dispensarios para gasas, esparadrapo y antibióticos; y así fue como algunos vendieron sus propiedades para aportar dinero a la causa.
Así fue como se hizo historia, así es como, 65 años después, la épica continúa.