Eugenio George dio su último remate a la vida el 31 de mayo de 2014. Esa noche, el padre de las Espectaculares Morenas del Caribe no aconsejó sobre la táctica segura para ganar un set, tampoco dirigió un entrenamiento ni cambió jugadora alguna en el momento preciso. Solo cerró los ojos para que el voleibol mundial se levantara sobre su historia, su leyenda, su ejemplo.
Eugenio, como preferían decirles, falleció a los 81 años con la obra mejor tallada sobre un taraflex y una net. Todo su conocimiento y sabiduría lo puso en función de una Cuba que saltó a la gloria mundial en Leningrado 1978, cuando nadie pensó que podría derrotar a las casi invencibles soviéticas y japonesas. Años antes, las primeras Morenas, se habían convertido en las dueñas del nivel centroamericano y panamericano.
Tres oros olímpicos, dos coronas universales, cuatro títulos en Copas del Mundo y un doblón dorado en Grand Prix lo convertirían por derecho en el director imprescindible, el mejor entrenador de voleibol del siglo XX, en un Dios de la cancha. Y lo será siempre.
Fundó la Escuela Cubana que fundó bajo conceptos inamovibles, pero exitosos como la fórmula 4-2, que en realidad muchos resumían en seis atacadoras, por la ofensiva endemoniada que imprimía también la pareja de pasadoras.
Quizás lo más enigmático de Eugenio era precisamente su capacidad de resistir en una silla tantos remates, bloqueos, pases, saques y defensas fallidas sin que su corazón sufriera de infarto o su rostro mostrara desaliento. Dirigir a tres generaciones de mujeres, con la dulzura y la fuerza que exige el deporte y las féminas, sentó cátedra de inteligencia, humildad y confianza.
Sus hijas sumaron más de un centenar, aunque Mercedes Pérez, Ana Ibis Díaz, Mercedes Pomares, Imilsis Téllez, Josefina Capote, Nancy González, Tania Ortiz, Magalys Carvajal, Mireya Luis, Yumilka Ruiz, Zoila Barrios, Ana Ibis Fernández, Regla Torres, Marlenis Costa, Lily Izquierdo y Regla Bell, por solo citar algunas, no se cansaron de ponderar sus virtudes como el padre que les enseñó a conducirse en la vida, más allá de hacerlas campeonas.
Todavía están frescas las anécdotas de cómo rechazó dirigir por cifras millonarias en otros países bajo el argumento de que “no enfrentaría nunca a las selecciones cubanas desde el banco contrario”; o la vez que le pidió a Mireya que le comprara un par de zapatos para su nieta en una tienda que ya había cerrado en China; o mejor aún, la ocasión en que todas las Morenas le pusieron en su cuello las medallas olímpicas y lo cargaban y abrazaban sin parar, como si no importaran sus 67 años.
Una enfermedad terminal, el cáncer que no perdona a triunfadores, premiados, buenos e ilustres, le privó de seguir aportando al renacer del voleibol cubano. Había asumido la dirección de la Federación Nacional por honor, aunque su salud decía lo contrario. Desde allí lanzó otra vez la idea fundacional: “esto hay que amarlo mucho para que lleguen después los remates”.
Desde ese mismo instante le echamos de menos, como si faltara el amigo mayor, el más fiel de todos los amigos del voleibol cubano.