He buscado a este hombre durante mucho tiempo. He escarbado en rumores y misterios. He consultado amistades y viejas leyendas. Casi lo he perseguido… Repaso una foto suya publicada hace más de 40 años en un periódico que descansa sobre la mesa de la sala de mi casa y su rostro me dice: “Estoy lejos de todo y cerca de mí mismo, en soledad…”.
Apuro un café. De un sorbo largo escapan dos gotas que lastiman la imagen y la medalla en su cuello. Entre par de espontáneas palabrotas seco el daño, y percibo en él un gesto perpetuo de resignación…Tomo el carro que en unos minutos me llevará a su encuentro. Sobre la marcha la ciudad se desliza ruidosa y gris.
Hurgo en los recuerdos de otros. ¡Fue un buen boxeador! Un intérprete del éxito corto y las caídas heroicas. Un verso suelto sobre el cuadrilátero. Por el momento solo conozco el tono de su voz incrédula, luego de una llamada telefónica que casi necesitó de una intervención divina para hacerse realidad.
Llego a mi destino abrazado al “siempre cayó a la hora buena” de algunos. Yo que he perdido varios asaltos ante la vida, prefiero aferrarme a las veces que se levantó. Este hombre es una leyenda empolvada a la que el destino le robó más de un sueño. Por ahora sigue siendo un enigma. Tal vez coincida conmigo en que el boxeo es más que vencedores y caídos.
“Esta es la segunda vez que vengo hoy. Soy Luis Felipe Martínez”, se presenta un hombre delgado y ligeramente encorvado, cuyos pasos lentos y orgullosos sobrepasan la reja que corona el frente del complejo deportivo Roberto Balado, en la Lisa. “Llevo unos días duros”, expresa con cómico aspaviento, y recuerdo que la edad tiene su propia manera de ganar terreno en todos nosotros.
“Los cambios de tiempos acaban con mis huesos, son muchas las viejas lesiones”, abunda, mientras estrecha mi mano como si la hubiese estado buscando toda su vida. Colocamos entre los dos una vieja mesa de escuela y nos sentamos en unas sillas tan duras como un banco de piedra. A sus espaldas un antiguo, pero sólido ring, nos sirve de testigo.
“Nunca he tenido familiaridad con la prensa. No sé la razón. Tampoco lo pienso y menos a estas alturas. Acá en el barrio me quieren. La gente no deja de saludarme. Los padres llevan a sus hijos de la mano y les comentan quien fui. Un boxeador con estilo”.
Exhala. Las arrugas que enmarcan su rostro negro y curtido evocan tiempos difíciles. En sus ojos se leen largas décadas de silencios. Aun así, hay instantes en que ciertas vivencias renacen en la memoria de sus pupilas como una áspera eternidad.
“Acabaron conmigo en la semifinal olímpica de los 71 kilos en Montreal 76”, afirma haciendo un gesto negativo con la cabeza, pero sin dejar de sonreír con ironía. “Peleé contra Rufat Riskiev de la Unión Soviética. El venía de noquear a cuatro seguidos. Pensó que yo sería un pastelito. No fue así. Hice lo que me indicó Alcides Sagarra. Pegando y boxeando con elegancia. Marcando puntos. En la esquina escuchaba ¡dale que ya lo tienes!
“Al terminar vi a su entrenador discutirle y dije, ¡ahora sí! Cuando le levantaron el brazo pensé que moría. Lloré y sufrí. No siento pena al decirlo”, asevera con un temblor en la comisura derecha de su boca, como si estuviese conteniendo las lágrimas. “La medalla de bronce se reconoció por la afición y los directivos”, alega, rodeándose con los brazos, como quien necesita un abrazo, “incluso Fidel me felicitó al recibirnos. Fue un impulso para seguir”.
Hace una pausa tras quebrársele la voz. Se lleva al pecho una mano con las uñas no muy bien recortadas, y prosigue: “Al Mundial del 78 en Belgrado llegué afilado. Por el oro de los 75 kilogramos combatí ante el soviético Viktor Savchenko. Era rosadito y de ojos claros. Tenía cara de niño bueno. No era jamón, tenía una mandarria en cada mano. No pudo tocarme. Me lucí, sobre todo en la larga distancia.
“Cuando finalizó el último su técnico le dio buenas galletas. Pensé ¡al fin! ¡De eso nada, coñ…!, dispara espontáneamente moviendo sin parar la inmensa sortija dorada que ata el dedo anular de su mano izquierda, ¡otra vez los jueces me la aplicaron! En Cuba tuvimos una linda bienvenida. No olvido el abrazo del Comandante. Dijo ¡tú ganaste esa pelea! ¿No sabes cuál fue su regalo? ―me interroga, y ante mi encogimiento de hombros―, una casa”, responde cruzando los brazos.
No concede gestos bruscos al expresarse. Casi susurra. Le sienta bien contar su verdad. Algunos finales pueden volverle triste, aunque en el fondo le hacen dichoso.
“Me fajé con hombres peligrosos. Uno fue el estadounidense Clinton Jackson. Era técnico y muy bueno en la corta y media distancia”, especifica, y parpadea lentamente excavando en su memoria. “Fue superior a mí en el primer Tope Cuba-USA en 1977, en Houston. Dimos buen show. A la afición cubana le encantaba verlo boxear”.
Permanece recostado hacia atrás en su silla con la vista fija en el ring. Percute verbalmente con sus largos dedos entrelazados sobre el vientre. Se siente libre para esparcir puñados de recuerdos.
“Alcides y Sarbelio Fuentes fueron padres y amigos. Estaban detrás de sus alumnos. Te requerían, también te ayudaban. A nosotros las fiestas nos volvían locos. Nos escapábamos y volvíamos de madrugada. Los castigos eran duros mijo”, certifica y las arrugas en la parte posterior del cuello lucen como erosiones de un árido desierto, “pero las enseñanzas eran para siempre. A la hora de los mameyes nos batíamos”, refrenda con una sonrisa franca.
Rememora sus coronas en los torneos Playa Girón y en los Giraldo Córdova Cardín. Asimismo, narra sus batallas contra Rolando Garbey y Alejandro Montoya, “los espiaba”, indica, y recobra el aliento, “era un truco para hacer lo mío en el cuadrilátero”.
Se levanta animado de la silla. Se estira y sube las escalerillas del ring, que emite un nostálgico crujido de bienvenida al soportar su peso. Se ajusta los guantes. Danza, fintea. Con sus largos brazos como picas lanza golpes al vacío que le devuelven su infancia.
“De niño imité a dos púgiles. Al americano Edward Davis y al cubano Julio Fernández. Nací cerca de donde está el hospital Frank País. Un barrio problemático. Era peleón. Tirador de piedras. Gracias al preparador Rolando Leyva el boxeo me encaminó, a pesar de que mis padres nunca quisieron que peleara”.
¿Desde su experiencia quién ha sido el mejor púgil cubano?, le pregunto, “Garbey, con el respeto que merecen varios. Tampoco dejo atrás a Enrique Regüeiferos; y Stevenson, un caballón”, alega levantando las manos, pareciera empujar a la polémica.
Una mujer con alrededor de 30 años, tal vez con cinco kilos de más, pero exquisitamente distribuidos, pasa por la acera contoneando sus caderas, se detiene frente a la reja y saluda. Luis Felipe devuelve la cortesía y dibuja un guiño pícaro bajando del ring.
“Eso de las mujeres en el boxeo no me gusta”, prosigue y una mueca de desagrado lo apoya. “No lo veo bien. Deben mantener su delicadeza. A lo mejor dicen que soy machista, pero no comparto esa idea. Ojalá no lo permitan”, manifiesta, en tanto apoya con fuerza los puños sobre la vieja mesa cual si fueran dos pisapapeles.
“Dejé de pelear cuando mis condiciones no eran las mejores. Lo acepté”, ratifica entrelazando las manos detrás de la nuca.
“Tengo tres hijos varones. Viven fuera del país. Lo sufro, aunque hay personas que dicen que debo alegrarme. No saben cómo me siento”, confiesa, y la nostalgia le hace compañía. Tal vez se quiebra en silencio.
Necesita cambiar el rumbo. Se frota la palma de las manos en los muslos. Habla de su labor como profesor luego del retiro. De la estancia en Argelia, donde el racismo y la injusticia de un directivo de ese país le privó de asistir como técnico a los Juegos Olímpicos de 1992. De su trabajo en Mozambique y el orgullo de formar al titular mundial juvenil Yurkis Sterling.
“Estoy feliz con mi trayectoria deportiva”, enfatiza erguido y con los puños en las caderas. “Gané el cariño del pueblo. A veces voy por la calle a hacer trabajitos de albañilería y me reconocen. Dicen ¡ahí está el campeón, ese sí tenía estilo! Eso no tiene precio, te lo juro”.
“El boxeo hizo del muchacho fajarín y tirador de piedras un buen hombre que representó a Cuba”, refiere como si el corazón se le quisiese escapar del pecho. “Estoy en edad de retiro y listo para enseñar lo que aprendí. Eso estimula como una pelea por el oro”.
Luis Felipe Martínez agradece la conversación y jura mientras sus enormes manos huesudas rodean la mía, que no la olvidará. “Trataré de conseguir el periódico”, indica y echa a andar con la mochila de los años a cuesta…
Él fue un artista de los guantes. Un pintor de mural. Sus alforjas no se desbordaron de premios dorados, sin embargo, su obra en materia de estilo dejó profundas huellas. Él es una historia que vale para enamorarse del boxeo. Se lo digo a usted, y ojalá que él lo lea.