Más de una vez lo hemos dicho: la Asociación Hermanos Saíz (AHS) no es —ni puede ser jamás— el conjunto de creadores adocenados que algunos voceros del desprestigio a la institucionalidad cultural quieren presentar. El arte que hacen los jóvenes no es, por esencia, arte tibio y complaciente. No puede serlo, porque el espíritu crítico le es en buena medida consustancial.
Por eso la organización tiene que devenir ámbito privilegiado para el debate sobre temas asociados a los problemas de la creación y sobre la proyección social de la obra.
La AHS (que no es el Ministerio de Cultura, que no es un sindicato, aunque no todos parezcan persuadidos) tiene que ser espacio de una confluencia que no debe implicar uniformidad de pareceres. Hace falta capacidad de diálogo, voluntad de alcanzar consensos en un ejercicio de pensamiento colectivo.
La organización ha acogido durante 35 años a excelentes creadores que no han descuidado las discusiones sobre cuestiones estéticas y las responsabilidades del arte. Y a eso habría que sumar la responsabilidad que la política cultural le reconoce: ser contrapartida comprometida de las instituciones.
El artista joven que crea que a golpe de consignas se puede hacer arte debería repensarse. El artista joven que crea que el camino es el de la rebeldía sin causas ni programa, debería reflexionar.
El desafío para la actual dirección de la AHS es titánico. Y lo es para todos los asociados. Son momentos cruciales para la nación; la apatía no puede ser opción. Hay que partir de la certeza de que la mejor manera que tienen los artistas de apoyar, sostener y mejorar un proyecto social —que es también un proyecto cultural— es crear. El arte es también su discurso.