Sufrir, llorar hasta más no poder, temer por la vida de tu hija, de tu hijo nonato, volverte medio paranoica, casi perder las esperanzas y, a los pocos días, llenarte de fuerza y sonreír y volver a llorar, pero de alegría, y todo eso en menos de 20 días, parece locura.
Así fue el mes de agosto para Yasselys Pérez Chao, una joven camagüeyana que desde que supo de su embarazo, concebido en medio de esta pandemia, entendió que solo cumpliendo con las medidas higiénico-sanitarias alejaría ese virus de su hogar.
Y lo entendió tan bien que se quedó en casa, con su pequeña de cuatro años, Ximena, y casi sin contacto exterior; saliendo únicamente a las consultas, y ataviada de cloro, alcohol y geles antibacteriales. Con eso, pensó, lo lograría.
Sin embargo, cuando su padre —tras haberse puesto la segunda dosis de la vacuna Abdala— presentó síntomas, comprendieron que ahí estaba la COVID-19.
“Aún no sabemos ni cómo fue, recuerda Yasselys. Éramos muy cuidadosos e incluso cuando papi presentó síntomas lo asociamos con las reacciones de la vacuna, pues algunas personas decían que les daba eso».
“Suena irracional, pero son las cosas en las que una va creyendo para alejar ese virus. No obstante, adoptamos medidas: todos con nasobucos, y papi en su cuarto, alejado de mí y de mi nena.
“Poco después tuvo fiebre, fue al policlínico y dio positivo a un test rápido e ingresó. A los dos días comencé con un malestar en la garganta, que luego se transformó en un catarro leve, y confiaba en que fuera algo sicológico. Solo cuando empecé a sentirme verdaderamente mal, con la sensación de que me iba a dar fiebre, comprendí que no podía dudarlo más.
“Fui al policlínico, no había tests rápidos y me dijeron que me llamarían para hacérmelo en otro centro hospitalario. En definitiva, que dio positivo».
“Miedo era lo único que me pasaba por la cabeza: mi papá estaba ingresado, y mi esposo, lejos, cuidando a su padre aquejado de otra enfermedad. Me sentía mal, no imaginaba cómo se podían organizar en casa para la atención de la niña, pensaba en el embarazo, en si había infectado a mi hija… Haber dado positivo me había derrumbado”.
Llena de temores, Yasselys ingresó el 1 de agosto en una de las salas para gestantes contagiadas de COVID-19, en el cardiocentro del hospital provincial Docente Clínico Quirúrgico Manuel Ascunce Domenech. Desde el primer día le administraron Interferón y medicamentos para evitar el desarrollo de trombos, y le realizaron un PCR.
Allá adentro, recuerda, tuvo que aprender de dosis y tiempos de aplicación de medicamentos, pues con cada turno variaban las rutinas y no siempre llegaban a tiempo las explicaciones que calmaran el temor a una equivocación.
“Pero también hubo médicos muy atentos —apunta—, como una obstetra que me calmó cuando me vio llorando sin consuelo, porque ya llevaba varios días y todavía me daba positivo el PCR. Ella comprendió mi temor a parir en ese lugar. Ya tenía 38 semanas, estaba a término, y no quería que mi bebé naciera entre tantas personas contagiadas. Ella me dio ánimo y me aseguró que no pasaría nada”.
Yasselys perdió el olfato y el paladar, igualmente vivió las faltas de aire asociadas a la enfermedad, mas de aquellos días prefiere no hablar, fueron los peores, dice; tampoco de las embarazadas que se complicaron a su lado, otro de los malos momentos vividos.
Fue a los 10 días de ingreso cuando por fin su prueba dio negativo y pudo regresar a casa. Seis días después recibió a Walter Manuel, su nuevo hijo. “Esa fue una gran alegría en medio de todo. Lo que viví no quiero que mis hijos lo pasen”.