En esa época que a veces nos parece ya tan lejana antes de la COVID-19, durante el periodo de julio y agosto que ahora concluye, era usual que insistiéramos en la importancia del barrio como centro de aquellas etapas vacacionales que hace ya dos años no tenemos.
La verdad es que las serias dificultades económicas de los últimos años, bajo el fantasma terrible de las sanciones contra Cuba, más 18 meses ya de pandemia en condiciones extremas, resintió en gran medidas nuestras estructuras barriales, la capacidad para dar respuesta a numerosos problemas que se acumularon durante mucho tiempo, y con ello sufrieron también las expectativas y los sentimientos de grupos de la población que habitan en las zonas periféricas de los centros urbanos.
Eso hace que resulte esencial el proceso de transformación que ahora se quiere estimular y acompañar desde esos barrios más humildes, no mediante una intervención externa, sino mediante la movilización de sus propios habitantes, a partir del apoyo e involucramiento de organismos centrales del Estado y otras instituciones y organizaciones sociales.
Ya había definiciones claras sobre la trascendencia del empoderamiento desde el municipio, a partir de las definiciones constitucionales y las medidas para aumentar la autonomía en ese nivel de gobierno. Pero no basta con que algo esté en la letra y la voluntad de nuestras leyes y disposiciones administrativas. Hay que ejecutarlo, y en un primer momento, emplear todos los recursos humanos y materiales disponibles, dentro de las limitaciones, para estimular ese proceso, para prender esa chispa del desarrollo local, y dar concreción a las ideas y necesidades que existen en barriadas y repartos.
No le demos más vueltas al asunto. Ha habido abandono e inacción en no pocos de nuestros barrios. No tiene caso siquiera responsabilizar a las autoridades locales, muchas veces bajo el cúmulo de obstáculos y carencias que les impone la cotidianidad, sin tener para dónde virarse, como diríamos popularmente.
Por eso es cardinal el empeño de aunar fuerzas e impulsos entre entidades nacionales y provinciales, para incidir en esa barriada que puede haber quedado al margen, lejos de las avenidas y áreas céntricas de nuestras ciudades. Tal vez no haya en esos lugares sedes ministeriales o direcciones importantes de organismos, pero quizás radique allí una dependencia, un taller, o una parte de sus trabajadores. Y aunque no hubiera presencia de determinadas actividades económicas, es necesario que cada institución respalde ese empujón que se quiere dar al barrio, como el corazón de la transformación en la comunidad.
No debe ser este estilo de acercamiento una tarea más, ni una movilización pasajera. Hay que crear vínculos estables y funcionales entre los barrios y los distintos niveles de dirección, que refuercen la autoridad y la capacidad de hacer de sus moradores y líderes naturales. También para ello es preciso pulsar los resortes del reconocimiento y el aprendizaje de las mejores experiencias, que sirvan de inspiración y refuercen ese orgullo especial, espontáneo, ese sentido de pertenencia al barrio que nos acompaña a cada persona como rasgo de nuestra identidad, para convertirlo en una actuación constante y positiva en función de los cambios que cada comunidad necesita. Al final, hacer por ese pedacito siempre nos hará sentir mejor esa fuerza que nos permite exclamar: somos del barrio.