Había marcado territorio en las aguas de Tokio y es que no existía por aquellos lares un peleador que saliera intacto de una confrontación contra el cubano Luis Alberto Orta.
Todos acababan huidos, con las huellas de las riñas en su anatomía y mentalmente destruidos ante la combatividad de un ser que llegó determinado a hacer historia.
No podían con el empuje de un Orta que desde el principio abría sus agallas y se hacía más grande ante la adversidad, mostrando los colores azul y rojo de su bandera.
Así, como un pez peleador betta, los atacó, maltratándolos hasta que los rivales terminaron por ceder, amenazados ante tal bestialidad.
Pero le quedaba esta madrugada un escollo para hacerse con el dominio de aquellas aguas: el doble campeón mundial japonés Kenichiro Fumita.
Se paró frente a él y como un buen peleador abrió las agallas por enésima vez al primer contacto visual. Si iba a morir ahí, sería en sus términos. Fajado.
Le fue arriba. Comenzaron a atacarse. A morderse con agarres en los brazos y las muñecas, dando vueltas, intentando hacerse daño.
Fumita, pese a lo que ya había demostrado Orta, parecía sorprendido ante esa agresividad constante, ante aquellos embates que lo dejaban sin respuesta posible.
Sin embargo, trató de darle la vuelta a la situación, de no perder en su territorio natal. Al más mínimo intento de reacción, Orta, cuando parecía ahogado en una orilla, aprovechó sus capacidades naturales y, zambulléndose, se enredó con él, permitiéndole muy poco.
Todo estaba bajo control. Había vuelto al ataque con sus agallas más abiertas y más grandes que nunca, intactas, sometiendo al japonés hasta que este supo que Tokio era territorio de ese peleador caribeño y que no, no iba a llegar él a arrebatarle ese sueño dorado de sacrificio. Sacrificio convertido en lágrimas, rodilla en tierra y bandera al aire, para coronar toda una vida de entrega.