A sus más de ocho décadas de vida, Manuel Rebull Rivera mira el camino recorrido. Junto a su amor eterno, María Cristina Prada García, compartió la profesión, vieron emerger los frutos del trabajo y crecer a las dos hijas que hoy constituyen motivo de orgullo.
Por eso, cuando se le pregunta, dice sin dudar: “Al final del camino, cuando miro hacia atrás, me puedo sentir satisfecho”. Amante de los estudios, señala que desde pequeño sintió pasión por la química, pues le gustaba la investigación. Según afirma, tuvo una infancia feliz y también la suerte de poder concretar sus sueños, en momentos en que a muchos niños les era imposible. “Soy natural de Matanzas y ahí mi padre tenía una tienda de efectos electrodomésticos: se vendían radios, televisores, refrigeradores y eso nos permitía cierta solvencia.
“Al concluir los estudios de séptimo grado, conocí la existencia de la Escuela Técnica Industrial, en La Habana, donde me gradué como técnico en análisis generales y especiales, eso me capacitaba para trabajar en una industria o un laboratorio”, agrega.
Sin embargo, no se detuvo, quería seguir superándose. Por eso, en 1956, con 17 años, decidió hacer la especialización en la Escuela Superior de Artes y Oficios, en Belascoaín. La intención era continuar en la universidad, pero esta fue cerrada por el gobierno del dictador Fulgencio Batista. “Entonces, comencé a trabajar en una fábrica de caramelos, ubicada en Cojímar. Nada más estuve un año, después me fui para Matanzas a ayudar a mi padre en el negocio”, alega.
Nuevas oportunidades
Las aspiraciones de realizar estudios universitarios pudieron concretarse luego del triunfo de la Revolución cubana. “Mi papá, quien era un ferviente antibatistiano, entregó enseguida la tienda. En agosto de 1959 empecé a trabajar en Cubanitro, la industria química que se estaba creando en Matanzas, ahí me inicié como ayudante en la planta de ácido nítrico. En enero, del personal técnico, no quedaba casi nadie. Me preguntaron si era capaz de laborar en la planta de ácido nítrico, que estaba en periodo de arrancada. Dije que sí.
“Luego indagaron si podía ser jefe de turno, y también contesté que sí. Estuve dos años. Luego, la dirección de la planta planteó que los compañeros que teníamos cierto nivel, fuéramos a estudiar en la Universidad. Para mí fue muy bueno. Mi idea era coger ingeniería Química, pero no había esa especialidad, así que matriculé Química Azucarera. Felizmente, ese mismo año, 1961, se creó la Escuela de Ingeniería Química y en el 1962 me trasladé para esta. Me gradué en 1965; paralelamente, ya laboraba en el Departamento de Tecnología de la Unión de Empresa de Fertilizantes, en la capital”.
Para ese entonces, ya casado con María Cristina, su novia matancera, quien también se hizo ingeniera química, tenía las herramientas para asumir nuevos derroteros.
Volver a las raíces
Cubanitro estaba en su destino. En 1966 retornó de nuevo a su provincia y en el referido centro desempeñó varias funciones. “Cuando llegué fui nombrado jefe de la planta de amoniaco, la cual estaba en proceso de remontaje. En 1968 esta arrancó por vez primera. Esa fue mi prueba de fuego como ingeniero; hubo que analizar, tomar decisiones, todos teníamos que trabajar bien y unidos. El colectivo no era muy grande, por la parte cubana empezaban a llegar los primeros graduados.
“Allí estuve hasta 1983, los tres últimos años me desempeñé como director general. Fue creada en La Habana la Unión de Empresas de Fertilizantes y me propusieron como director de Mantenimiento. Me facilitó hacer esas funciones, el haber estudiado ingeniería mecánica en curso a distancia, de lo cual me gradué en 1974. Me hacía falta entender lo que hablaban los demás especialistas porque las decisiones pasaban por mí y no podía equivocarme.
“Ahí estuve hasta 1990, en que la Unión se trasladó para Nuevitas, y yo me quedé en el grupo de desarrollo de la Industria Química, del Minbas. Fueron años intensos, de transformaciones, en los que ocupó otras responsabilidades y finalmente, en 1998 se concretaría una propuesta en la cual podría materializar muchos de sueños: “En 1998, surgió oficialmente lo que es hoy el Centro de Ingeniería e Investigaciones Químicas (CIIQ), aunque desde 1995 ya funcionaba. Fui su primer director y ahí estuve hasta el 2017, en que me jubilé.
“Ese fue mi hijo varón, me satisfizo, demostró que era viable y ha dado muy buenos resultados”, refiere. Tiene razón. El CIIQ, ha contribuido en sus años de existencia a disminuir importaciones. Entre sus valiosos aportes han estado el desarrollo de formulaciones de plaguicidas, fertilizantes y pinturas. También realizan estudios de factibilidad económica y de mercado, la prestación de servicios de proyectos tecnológicos e ingenieros, consultoría y auditoria en esa materia, así como acciones relacionadas con la protección del medio ambiente, entre otras actividades. “El centro tuvo una influencia muy fuerte en el desarrollo en la industria farmacéutica de medicamentos genéricos, impulsado por el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz”, añade.
Manuel Rebull hubiera podido quedarse tranquilo en casa, luego de la jubilación, pero el trabajo es alimento para su vida, por eso decidió permanecer en su colectivo. Sus saberes son un verdadero tesoro, que hoy se revierten en servicio del CIIQ, y de la economía de la pequeña nación que le permitió soñar en grande y lo más importante, concretar los deseos.
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