En el centro de la ciudad, donde es fértil la espontaneidad de la gente y el bullicio excita los sentidos, vive José Gómez. Todos los días se mira ante el espejo de la vida y enfrenta un fantasma al que ha aprendido a aceptar, e incluso a abrazar: la nostalgia. Su mirada todavía luce el filo del guerrero, sin embargo, su semblante no puede ocultar las arrugas que trazan sin delicadeza los azotes de la edad. Parece una eternidad desde que sus puños podían derribar árboles. Era su marca de fábrica. Sobre el ring no conocía el miedo. No temía el castigo. Él lo infligía…
“Cómo estás, mijo”, me saluda al pie de una angosta escalera, cuyos peldaños envidiarían los fanáticos del crossfit. Estrecho su mano, áspera como una lija, y pienso que es increíble que, no obstante su extraordinario legado, no haya podido eludir el puñetazo más cruel y temido por un deportista: la desmemoria…
“Aquí estoy, en la lucha”, prolonga con voz alta, tal vez porque muy próximo se oye procedente de un equipo de música una canción de la India en la que la intérprete le dice a su novio que él no sabía cómo era ella, que podía tener a otro hombre en un instante. “Pasa y siéntate”. Tras cerrar la puerta transita con paso lento hacia la sala de su casa.
Entiéndanme, las líneas que se avecinan no pretenden venderles épica, lucha sin cuartel ni dolores inesperados. Solo un puñado de vivencias concretas. Nada más.
“El tiempo ha pasado, ese no perdona. Vivo aquí en Centro Habana y trabajo en el Combinado Deportivo número Uno. Ni sé por qué no salgo en la prensa ni hablan de mí. ¿Qué te digo?, imagínate tú. Algunos sí se acuerdan, como los compañeros del Inder municipal”, revela luego de sentarse en un butacón oscuro, matizado con flores de diversos tamaños y colores.
“Ojalá las glorias del boxeo pudiéramos hablar de nuestros resultados. En las Eide o en el equipo nacional eso se perdió”, añade mientras su gestualidad indica que los músculos de su mente están listos para pulsear con el presente y el pasado.
“No soy hombre de quejarme”, declara a la vez que se recuesta contra el respaldo del asiento y con la larga uña del dedo meñique explora su peluda barbilla, “pero desde el 2006 hasta el 2017 estuvimos yendo a Vivienda para solucionar el problema de la casa. Es verdad que nos resolvieron, aunque el ambiente del lugar no era el mejor. No quiero nada grande. Quisiera quedarme aquí mismo, donde estamos de tránsito hace cuatro años. Llevamos tiempo esperando una respuesta”, manifiesta y junta las manos por las yemas de los dedos como una plegaria que se ahogó en el silencio.
Mira de un lado a otro. Busca algo en lo que centrarse. Sus ojos repasan los cimientos de la barbacoa, las pálidas paredes de un espacio en el que batallan la cama, unos butacones y el multimueble de madera de brazos torneados que sostiene el televisor.
“De muchacho tenía la mano pesada”, prosigue, “en Las Tunas, provincia en la que nací, en el central Colombia, recuerdan los palos que di, gracias a mi primer entrenador Rolando Guerra. El boxeo me atrapó desde que vi pelear a Emilio Correa. Fajarme con él en un Playa Girón resultó inolvidable. Ganó cerradito. De ahí al equipo nacional”, se permite una sonrisa que hace lucir inmenso el canoso candado que enclaustra su boca.
Rememora pasajes de su vida. En ellos no hay juicio ni condena. Tan solo su peculiar narrativa. “Alejandro Montoya fue mi hueso en Cuba. Me dio un piñazo que me dejó negros los dientes de alante, míralos”, exhibe sin pena la huella de la batalla. “Eso no quedó así y en un combate en el que nos estábamos eliminando para un torneo le di un trastazo que lo noqueé, el Comandante en Jefe estaba presente y dijo, ¡ese es el que va!”, certifica, y disfruta ese recuerdo.
“Cómo está, mucho gusto”, interrumpe con amabilidad Marta, su esposa hace 26 años. Sobrepasa los 50 años y viste de blanco. “Me hice Yemayá con Obbatalá”, aclara, y reverencia con gesto respetuoso la canastilla de santo, quizás por el desliz de mi curiosa mirada. “Ya está el café”, agrega, mostrándose como el poderoso bastón emocional que significa para el campeón.
Gómez lo trae de la cocina servido en tazas de un azul sombrío. Suspira y lo sopla. Da un sorbo al suyo. El sudor le resbala bajo el mentón, vacilando entre bajar por el cuello o caer desde el borde de la mandíbula a la taza. “¿Está bueno?”, pregunta. Sí, le digo con mi mejor sonrisa. Encoge los musculosos hombros y continúa madurando su recorrido con un tono de voz más suave. “En los Juegos Centrocaribeños y Panamericanos la gente gritaba ¡ese es profesional! Claro, los tumbaba fácil”, revela cerrando con tal fuerza los puños que los huesos de sus manos se marcan nítidamente bajo la negra piel.
Se levanta y avanza hacia una parte de la pared desterrada de palidez. Está forrada con viejas fotos, diplomas, recortes de antiguos periódicos y herrumbrosas medallas. ¡Un pequeño museo! Coronan el espectáculo un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, una bandera cubana y una foto de Fidel.
“En el Mundial de 1978 en Belgrado discutí la final con Tamuz Usivitiva, de Finlandia”, refiere al tocar una presea oxidada, “era duro, nos dimos, gané. Ese mismo año Cuba celebró el Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. El hombre vino al desquite, cará. En el coliseo de la Ciudad Deportiva repleto lo tumbé”, ratifica con un movimiento de manos que encarna una de sus célebres combinaciones. Regresa al butacón con un álbum. Lo abre. Mira varias fotografías, y sirve con crudeza una trama sobre las turbulencias de la vida.
“Antes de los Juegos Olímpicos de Moscú sufrí un accidente automovilístico. Choqué contra un poste. Tenía unos tragos encima”, explica titubeando un poco, mientras su mentón descansa a media asta. “Me lastimé la pierna derecha”, se sube el pantalón mostrando una vieja y fea cicatriz cerca de la tibia.
“Allá peleé casi en una sola pierna. El surcoreano Mung Jan Bong me sofocó y ahí se complicó, pues en el segundo round lo mandé a la lona. El soviético Viktor Savchenko era un tanque. Lo ‘acaricié’ con mi golpe de conejo. Le metí tres conteos. Oro para Cuba. Solo un juez se hizo el loco en la votación”.
La emoción es viento que impulsa las velas de su memoria. Navega libre hacia puertos inolvidables. El triunfo es la recompensa.
“Gané los siete topes contra los americanos. Les di cada palo. Los profesores Sarbelio Fuentes y Alcides Sagarra fueron padres para mí. Sus lecciones me sirvieron, incluso cuando rechacé dos cheques en blanco para pelear en el profesionalismo”, asevera llevándose la mano derecha al lado izquierdo del pecho.
“Joseeé, sírvele la caldosa al periodista”, le expresa Marta tocando la campana de final de asalto. Gómez trae un plato repleto y humeante, y asegura ser el cocinero. “Es mi especialidad”, se sienta a mi lado. La pruebo. Le regalo el pulgar a modo de agradecimiento y lanzo una pregunta que como un gancho al mentón lo deja aturdido unos segundos. “He sido el mejor 75 kilos en la historia del boxeo cubano”, riposta recuperado y sonriendo, “lo gané todo y cuando se boxeaba de verdad, soy el ‘guan’”, certifica, y se acomoda los mechones de pelo canoso que caen sobre sus orejas.
“Se habla mucho sobre mi pegada”, persiste. “Los soviéticos llevaron al equipo nacional un aparato para medir la fuerza del golpeo. Fui el que más se acercó a Stevenson. Lo mío era natural, desde chamaco al que le daba un trastazo se caía”.
El ceño fruncido lo delata. Algo se atraganta en su interior. Tose tapándose la boca con el puño. Hace girar el café ya frío en su taza, como observando su color, lo termina de un trago y abunda.
“Pude combatir más. Discutí con Andrés Aldama y fui suspendido. Me encapriché y decidí parar. ¿El retiro?, en 1984 en Camagüey.
“Quiero aclarar que no fui policía”, afirma haciendo una mueca graciosa que acentúa su ancha nariz y las zanjas en la piel de su frente, “fue otro peleador llamado Roberto Gómez”.
Se pone de pie. Se acomoda el crucifijo plateado que le cuelga del cuello como un péndulo, y opina que el boxeo de su época fue superior. “Peleábamos mejor en las tres distancias. Había más calidad. Hoy son buenos, pero corren demasiado sobre el ring”.
Camina hacia el multimueble y acaricia con viril ternura una foto de su hijo Yoelvis Gómez. “Tiene contrato en México, va boxeando bien”, cuando lo dice su rostro se bautiza de felicidad.
Toma unos guantes viejos que cuelgan junto a sus recuerdos, y habla con el corazón de su carácter. “El deporte me lo dio todo. En las noches sueño que hablo con Stevenson, José Aguilar y Adolfo Horta. No los olvido. Mis compañeros siempre están conmigo…”.
El boxeo de José Gómez fue una historia que se escribió a sí mismo y firmó el mejor final posible: el rival en la lona. “Oye”, señala al despedirnos en la calle entre ruidos, gritos, y gente andando, “hace unos días alguien me ofendió aquí afuera, le di un palooooo…”.