Si no fuera por el odio mostrado aquel día en su breve deambular por calles de Cuba, por el cinismo mostrado, por la brutalidad e ignominia, las intentonas de subvertir el orden político y la tranquilidad nacional del domingo 11 de julio podrían catalogarse como una tontería más.
Si solo hubieran imaginado la respuesta de los cubanos verdaderos, de seguro no hubieran existido tales tentativas. Y al hablar de los verdaderos, me refiero a los habitantes de La Güinera, de Cárdenas, de Diez de Octubre, por solo citar algún que otro lugar por donde ciertos manifestantes creyeron que triunfarían sus abyectas aspiraciones.
Los actos de reafirmación revolucionaria el sábado último en La Habana y otras muchas ciudades de Cuba demuestran que las ¿protestas? de aquel domingo infeliz solo sirvieron para acrecentar lo que ya es legendario en el mundo: la virilidad del pueblo cubano.
Al gran Teófilo era mejor no molestarlo ni buscarle las cosquillas; que nadie se empeñara en ponerle el dedo —como nosotros decimos— porque en esos momentos sacaba sus mejores armas, su coraje y experiencia, su técnica y, no lo dude, el nocaut estaba cerca. Así veo a Cuba, como al gran campeón.
Porque no anda con medias tintas y no cree un ápice en los que laceraron sus sentimientos, ríe a mandíbula batiente, sin máscaras a pesar de las mascarillas. No quiere excesos, pero sí justicia revolucionaria contra quienes violentaron su tranquilidad y pretendieron retrotraerla a tiempos que no volverán.
Si algo bueno resultó, será el desenmascaramiento de muchos, con cuyo verbo regado por redes sociales y sitios digitales del mundo —de seguro aprendido sin costo alguno en una universidad cubana— tratan sin éxito de acoplar una crítica a nuestro Gobierno con un edulcorado gesto hacia la Administración enemiga, dicho sea de paso, la más beneficiada del más mínimo “desbarajuste” en el país.
¿Que fueron 100 mil los asistentes al acto en La Habana? Yo sé que fueron millones los corazones que en toda esta geografía ratificaron junto a Raúl y a Díaz-Canel su amor por Cuba.
Al final del acto en la capitalina Piragua, la rumba, de lo más genuino del arte y la cultura nacional, subió al estrado y “plantó lo suyo, y a su forma”, al decir de alguien, sin nombre entre la muchedumbre, pero a quien creí como humilde trabajador, quizás obrero, al que —a no dudarlo— aguardaba en su casa un modesto almuerzo sabatino. Aún me resuena la melodía rumbera: tú me conoces/ oye mi timba/ yo no quiero bele bele/ el miedo lo dejamos en la gaveta.