Integrante del Grupo de Experimentación Sonora del Icaic primero, después acompañada por el grupo Guaicán, ella supo hacernos vibrar, temblar, interiorizar hasta la emoción (profunda, nada circunstancial) todo lo que cantó, desde piezas latinoamericanas o de sus compañeros Silvio, Pablo, Noel, Amaury, Eduardo Ramos, hasta algunas propias que ya empezaba a componer. Entre esos primeros trabajos estuvo un excelente disco que no era, como la mayoría de las óperas primas, personal, sino musicalizaciones de textos martianos, auspiciado por Casa de las Américas.
Cuando llegué a La Habana en 1976, aún adolescente, enseguida conocí a Sara, y fue madurando nuestra amistad porque, tras la excepcional intérprete, descubrí algo mejor: un gran ser humano que podía darte un soberano escándalo y poco después abrazarte, reír y llorar contigo.
Ella fue protagonista de un tipo de canción épica, de multitudes, en la que sentó cátedra. Tras escucharla en La victoria, Su nombre es pueblo, A los que luchan toda la vida, ¿Qué dice usted?, y tantas más de ese corte, no se conciben otros intérpretes para esas piezas.
Pero hay otra Sara —intimista, lírica, personal— que, por lo menos a mí, no me entusiasma menos. Justamente por esa línea se encaminaron sus últimos CD, que hicieron recorridos por la autoría femenina en la canción cubana, desde María Teresa Vera hasta Lázara Ribadavia. Escucharla vocalizando Monte adentro (Pepe Ordaz), De otra manera (Vicente Feliú), Cantando al amor (suya), o los boleros de Marta Valdés, es casi tan rico como verla “soneando” (de lo cual da fe su CD Son de ayer y de hoy, cálido homenaje a sus —y nuestros— caros maestros en esa línea) o electrizándonos con sus cantares políticos, pues cualquiera que fuera el género, siempre logró comunicar toda su ternura y belleza interior, y constituyeron sus mayores victorias.