En la noche del 26 de abril de 1986 ocurrió el mayor accidente nuclear de la historia. La tapa del reactor 4 de la planta de Chernóbil estalló y se liberaron a la atmósfera niveles mortales de radiación. La tragedia medioambiental, científica y humana llegó a la pantalla chica en el 2019 de la mano de HBO. La productora estadounidense condensó los sucesos en 5 episodios. El alto nivel de realismo le otorgó gran éxito de audiencia, y también le llovieron críticas por falsear algunas verdades.
No haré yo el recuento de los errores y olvidos de la serie Chernóbil, ni siquiera de los imperdonables, solo menciono que por elemental justicia esperaba encontrar, al menos en los créditos finales, alguna referencia al gesto de Cuba, que recibió a más de 26 mil damnificados de aquella catástrofe.
Según los verdaderos protagonistas del hecho, Ucrania solicitó a finales del 1989 ayuda internacional para atender las secuelas que el accidente nuclear había dejado entre su gente, sobre todo en la población infantil.
Cuba respondió de manera inmediata. Envió a principios de 1990 un grupo de especialistas que evaluó la situación y el tipo de auxilio que podían ofrecer. Así nació el programa que se recuerda como Niños de Chernóbil, pues el 84 % de los pacientes atendidos estaba en edades pediátricas.
El proyecto estuvo coordinado por el Ministerio de Salud Pública e implicó a otros organismos e instituciones del Estado. La sede principal fue un área de la entonces Ciudad de los Pioneros José Martí, en la playa de Tarará, al este de la capital cubana, e involucró centros médicos como el Instituto de Hematología y el Servicio de Oncología del Hospital Pediátrico Docente Juan Manuel Márquez.
El grupo inicial llegó el 29 de marzo de 1990. Fueron 139 pacientes, algunos de ellos con dolencias oncohematológicas severas, y los recibió el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, quien años después, el 28 de noviembre de 1997, en un discurso en el VI Seminario Internacional de Atención Primaria, reconoció que “Cuba sola ha atendido más niños de Chernóbil que todo el resto de los países del mundo. Los medios de divulgación masiva del Norte no hablan de eso”.
En Tarará se habilitaron consultas pediátricas especializadas y se combinó la atención médica con la sicológica para niños y familiares. En función de ellos estuvieron el teatro, las aulas y las áreas recreativas del campamento pioneril.
Por cada 10 o 15 niños, viajaba un guía ucraniano, muchas veces maestro o médico de cabecera. Los más enfermos llegaban siempre acompañados por uno de sus padres. La estancia dependía del estado de salud: algunos permanecían meses, otros períodos más cortos de 45-60 días. El lugar se convirtió en un hermoso sanatorio a la orilla del mar, con una playa de aguas cálidas que marcó sus vidas para siempre.
Años después el personal de salud cubano que condujo el programa concluyó que los males más frecuentes fueron las afecciones del sistema endocrino (sobre todo hiperplasia tiroidea), adenopatías banales, enfermedades del aparato digestivo, del sistema otorrinolaringológico y, en menor medida, dermatológicas (vitiligo, alopecia y soriasis).
El proyecto permaneció activo hasta el 2011 y exhibe la satisfacción de haber contribuido a sanar chicos de Ucrania, Rusia y Bielorrusia. Ni siquiera las difíciles circunstancias que impuso a la economía cubana la desaparición del campo socialista, especialmente la disolución de la URSS, interrumpió el arribo y seguimiento de nuevos casos.
El 26 de abril de este año, a propósito del aniversario de la catástrofe, el Primer Secretario del Comité Central del Partido y Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, escribió en Twitter: “El mundo recuerda la tragedia de Chernóbil ocurrida hace 35 años en la ciudad ucraniana de Pripyat. Cuba hizo suyo ese dolor al ofrecer tratamientos y cura a miles de niños afectados por el accidente nuclear”.
Días más tarde, la ucraniana Yulia Palamarchuck participó en la sesión europea del Encuentro Virtual Internacional de Solidaridad con Cuba, organizado por la CTC y el Icap a propósito del Primero de Mayo. Allí explicó por qué fundó y coordina en su país el grupo Niños de Tarará: “Cuba fue la primera en tendernos la mano. No puedo ni imaginar el costo económico de ese programa por el cual no pagamos ni un centavo. Cuba me enseñó que no puedo pasar por al lado de una persona que me necesite y no tenderle la mano”, narró.
Probablemente hoy Yulia no comprenda por qué el Gobierno de su país se abstuvo (como también hizo en el 2019) durante la votación en Naciones Unidas que condena el bloqueo económico, comercial y financiero más largo de los tiempos modernos. Es difícil quedar inerme si un imperio va contra la pequeña nación caribeña que se entregó cuando Ucrania pidió ayuda, diría.
Pero la ética no siempre prevalece en los espacios diplomáticos multilaterales. Con ese voto, el mandatario Volodímir Zelenski, comediante devenido en político que asumió la presidencia ucraniana en abril de este año, podría haber hecho el peor chiste de su vida: intentó congraciarse con EE. UU. en busca de alianzas que le apoyen frente a la tirante relación que mantiene con Rusia. Hemos visto antes esa estrategia servil y sabemos de los menguados frutos que ofrece.
Mientras tanto, Yulia aguarda el fin de la pandemia para, más allá de la deslealtad de su Gobierno, reactivar el proyecto Niños de Tarará y dejar fluir la nostalgia de aquellos chicos, muchos de ellos jóvenes saludables hoy, que anhelan reencontrarse con Cuba, con el mar, con su gente.