La historia de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, sobre todo a partir de 1959, demuestra que el diálogo es posible, y preferible, a la hostilidad. La cercanía geográfica y cultural de los dos pueblos estableció vínculos tan fuertes que ningún extremo político ni apetencia hegemónica ha podido desarraigar.
Frente a esa realidad, el bloqueo económico, comercial y financiero de la potencia norteña contra un pequeño y subdesarrollado país es una torpe demostración de fuerza. Lo que el Gobierno de EE. UU. denomina embargo en realidad es refugio, escudo al que apelan algunos de sus políticos cuando arrecia el chantaje de esa parte de la comunidad cubanoamericana que ha convertido el diferendo, los castigos y sanciones, en fuente de jugosas ganancias.
Si el Gobierno estadounidense impide los viajes, algún “pillo” inventa agencias que por “nuevos precios” gestiona alguna de las licencias específicas, las visas, y hasta las reservas de avión; si se suspenden las operaciones de las principales aerolíneas, diseñan vuelos chárteres; si prohíben los envíos de dinero a través de canales oficiales como la Western Union, ofrecen el servicio de forma privada a cambio de altos y especulativos intereses… Ejemplos sobran a lo largo de seis décadas.
Al calor del más trascendente acercamiento entre las dos naciones, los estudiosos William M. Leogrande y Peter Kornbluh escribieron el libro Diplomacia encubierta con Cuba. Historia de las negociaciones secretas entre Washington y La Habana.
El texto, prologado para la edición cubana (Ciencias Sociales, 2016) por Ricardo Alarcón de Quesada, sistematiza hechos, documentos, reuniones, intercambios, visitas, comunicados… que revelan los auténticos anhelos de normalizar los vínculos y también las miserias humanas que otros disfrazan de ideales democráticos y libertarios.
Entre las conclusiones más osadas de los intelectuales estadounidenses, a mi modo de ver, destaca la tesis de que los pasos graduales no cambian los cimientos de la relación y, por lo tanto, se pueden revertir fácilmente: “Ford eliminó el embargo al comercio con Cuba por parte de filiales de corporaciones estadounidenses afincadas en terceros países, pero la Ley para la Democracia Cubana de 1992 (Ley Torricelli) lo volvió a imponer. Carter eliminó la prohibición de viajar hacia Cuba, pero Reagan la volvió a imponer. Clinton redujo las restricciones a los intercambios pueblo a pueblo, pero George W. Bush las volvió a imponer. Obama las redujo de nuevo y de inmediato se enfrentó a los esfuerzos del Congreso por reimponerlas”, afirman.
Cualquier presidente de los EE. UU. que considere normalizar las relaciones con La Habana tendrá que pagar el precio político que le impondrá el Congreso de la Florida, tercer estado más poblado de los 50 que conforman la unión, con más de 19 millones de habitantes, dos senadores, 27 representantes, y donde radica la mayor parte de esa mafia cubanoamericana que vive del bloqueo.
El actual presidente Joe Biden parece esquivo ante semejante factura. Durante la campaña prometió que daría marcha atrás a los excesos de su predecesor Donald Trump, pero a cinco meses de gestión podríamos hablar de apenas dos acciones: reiterar que el tema Cuba “se está evaluando” y colocar a la nación en la lista de los que “no cooperan en la lucha contra el terrorismo”.
El próximo 23 de junio la Mayor de las Antillas volverá a pararse ante la Asamblea General de Naciones Unidas para, con la fuerza de su dignidad, reclamar el fin de un bloqueo que nunca debió existir.