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La ética del antihéroe en Pedro Juan Gutiérrez y Carlos Montenegro

Hay personajes a los que ves moverse atrapados por su contexto ―hostil hasta la médula―; eso les define el camino, así sucede en dos libros de la literatura cubana: El Rey de La Habana (novela de Pedro Juan Gutiérrez, Anagrama 1999); y Hombres sin mujer (novela-testimonio de 1938, de Carlos Montenegro).

 

 

A los protagonistas de estas historias no interesa ser ejemplos para nadie, están obligados a sobrevivir en circunstancias bien adversas, así que no hay muchas opciones de elegir ―ni espacio-tiempo para pensar― qué es correcto o no.

 

 

 

Por un lado, tenemos a Rey (Reynaldo, personaje central de la novela de Pedro Juan), vive en un cuarto en la azotea de un edificio en ruinas, en Centro Habana, en plena crisis económica de los años noventa; en un ambiente de violencia por los cuatro costados y donde el olor más cotidiano es el de la mierda de los animales que crían junto a ellos para garantizar algún alimento.

¿La familia de Rey?: su hermano Nelson, un año mayor, al igual que él ni estudia ni trabaja, con 13 y 14 años dejaron la escuela pues no pasaban del séptimo grado; su madre, que no está bien de la cabeza; y la abuela, que nadie sabe con exactitud la edad que tiene, no habla y apenas camina. “Todos en un cuarto derruido de tres por cuatro metros, y un pedazo de azotea al aire libre. La vieja llevaba años sin bañarse. Muy flaca de tanta hambre. Una vida larguísima de hambre y miseria permanente”.

En tanto en Hombres sin mujer está Pascasio Speek (protagonista), negro de cuyo pasado conocemos que trabajaba en la zafra en los años treinta de la República y, luego de sucesivos períodos de explotación en el cañaveral, parece ser que por motivo de alguna rebelión de la que formó parte (esto no es explícito) fue enviado a un centro penitenciario. “Hacía ocho años que todo estaba igual para él, tan igual, que aun en sueños hubiera podido decir quiénes estaban a aquella hora en el patiecito, quiénes estaban y qué hacían y, tal vez, hasta lo que pensaba cada uno”.

Si la grandilocuencia de las acciones del héroe literario, consecuente con sus ideales hasta la muerte, lo convierten en paradigma pues en él todo es ¡extraordinario! ¡glorioso!… En el reverso de la moneda la figura del antihéroe es harina de otro costal.

Para Rey, en un panorama que ya era duro, acontece una escena casi surreal que lo deja sin opciones: el hermano en una discusión con la madre la empuja, ella con el desbalance termina encajada en una cabilla que le atraviesa el cráneo; la reacción inmediata de Nelson ante lo que acaba de hacer es correr y lanzarse de la azotea; y la abuela, desde el sillón, al ver lo sucedido, cierra los ojos y muere sin emitir sonido.

Cuando llega la policía Rey está en shock, obvio, no puede explicar ―ni siquiera puede explicárselo él mismo― qué ha pasado; y lo envían (con 13 años) a un correccional de menores como responsable de aquellos sucesos. “Le chequearon entre un médico, un dentista, un sicólogo, un instructor policial, un profesor. Rey se enfrió ante aquella gente. Escondió todo lo que sentía y se dedicó a buscar sistemáticamente por dónde escapar” (El Rey de La Habana).

El ostracismo también es recurso en Pascasio Speek para resistir el régimen carcelario. “Cuando ingresó en el presidio, su conciencia de hombre primitivo se asombró de que existiera tanto fango. (…). La primera sensación fue de asco; después, dentro le fue creciendo la indignación y, al fin, acabó por habituarse, pero escapando de todo trato, disimulándose en los rincones” (Hombres sin mujer).

Lo que determina el modus operandi de Pascasio y Rey ―en estas narrativas de la violencia― son las situaciones límite. Pocas cuestiones morales (pre)ocupan. Para ellos la reinvención diaria se reduce a necesidades básicas, comida, sexo, descanso… Da lo mismo si es la prisión o la calle, son sistemas cerrados en los que no se vislumbra ni el mínimo resquicio para respirar.

La cadena de acciones es una especie de bucle temporal para ellos. En la cárcel Pascasio deberá probarse cada día ante los otros, ese es su despertar y su acostarse. “Pascasio no se contuvo más. Retrocedió de un salto y agarró a Candela por el cuello de la guerrera, lo levantó del suelo y le clavó el puño en plena boca. -Esto le hago yo a los degradados como tú./ Por efecto del golpe, Candela se había ido contra la pared, y ya se disponía a responder el ataque, cuando vio entrar en el patio al brigada del Orden Interior, que dijo: -¿Qué ocurre aquí?/ -Nada, brigada Basilio ―contestó Candela, reponiéndose―; estábamos jugando de manos” (Hombres sin mujer).

Y en cuanto a Rey, una vez que logra escapar del correccional no busca vías alternativas, repite iguales fórmulas: robar, mendigar, pegarse a alguien que lo mantenga. Su primer norte en la calle se lo da un viejo al que ve afuera de la iglesia de la Virgen de Regla pidiendo limosnas para su San Lázaro. A Rey le pareció un buen modo de ganarse unos kilos para comer, sin mucho trabajo y sin buscarse líos. “Se situó a cierta distancia de la puerta de la iglesia. Cada vez que alguien pasaba frente a él, sacudía la cajita con las monedas y los clavos y musitaba una letanía de pedigüeño” (El Rey de La Habana).

Pedro Juan y Montenegro son escritores que saben de lo que hablan, por eso se meten; en sus universos narrativos nada huele falso. Y por muy crueles que nos puedan parecer determinadas escenas ―duele la certidumbre del hombre-bestia―, damos crédito total.

Alguien pudiera decir: esas “cosas” mejor ni leerlas…, pues, sin duda, ciertas ideas ―que quizás inquieten o no gusten― comienzan a martillar en la medida que avanzan estas historias: ¿cuándo un ser humano deja de ser considerado como tal? ¿Qué deja de tener como para que le pasemos por el lado con indiferencia o desprecio, no importan las condiciones en que se encuentre? ¿Hubiésemos podido cualquiera de nosotros llegar a esos extremos en iguales circunstancias?

De tal modo nos vamos adentrando en un contexto nada complaciente, en el que la violencia por cotidiana se normaliza, y los personajes la asumen y responden con la misma dosis. Y aunque no cuadren con lo que pensamos sobre cómo deberían comportarse, nos desarman cuando nos muestran las cartas ―impecablemente mostradas por Pedro Juan Gutiérrez y Carlos Montenegro― con las que están jugando.

Ni siquiera el amor salva, ese esperanzador mensaje no funciona para nuestros antihéroes; más bien se intuye en esos atisbos de algo, diríamos, parecido al amor, lo atroz que ineludiblemente definirá el destino de ambos.

En el caso de Rey nadie lo ha enseñado a amar, a mirar lo bello… apenas tiene referentes de la historia del mundo ni de la de su país ni siquiera de la familiar. Cuando conoce a Magda no sabe exactamente qué siente hacia ella, una andrajosa como él, quien vende maní y se prostituye para tener qué comer; mas se ve a sí mismo en Magda, le resulta cercana por eso.

“A ninguno le molestaba la suciedad del otro. (…). Ambos olían a grajo en las axilas, a ratas muertas en los pies, y sudaban. Todo eso los excitaba. (…) vivían allí ilegalmente porque el edificio se podía derrumbar en cualquier momento. Por tanto, no tenía agua, gas ni electricidad. No tenían ni una vela. Se hizo de noche y siguieron tirados sobre el jergón, en la oscuridad, medio borrachos, medio embotados por tanto sexo desaforado” (El Rey de La Habana).

Por su parte, Pascasio ―en un giro imprevisto para él― queda vulnerable, en contradicción consigo mismo y su concepto de hombría, ante la llegada de un nuevo ingreso a la cárcel. Andrés, de 18 años, quien provoca en él emociones que apenas recordaba. “Se estudiaba; le parecía que se había vuelto a hallar después de ocho años de ausencia, de muerte total. Todo lo que tenía perdido, y que creciera tanto en su imaginación, lo sentía ahora dentro de sí, arrebatándolo de vitalidad y euforia” (Hombres sin mujer).

El amor es ininteligible para ellos. Magda, a Rey; y Andrés, a Pascasio… los conducirán a desenlaces que ya intuíamos fatales, no podía ser de otro modo.  No obstante, como antihéroes también serán consecuentes con el final trágico al que están destinados, ese convencimiento lo comparten con el héroe, con la diferencia de que no habrá nada de glorioso o extraordinario, no serán referentes para nadie.

Quedará el desastre de esas vidas ―la de El Rey de La Habana y la de los Hombres sin mujer―, echadas a perder por sus propias circunstancias; y una pertinaz estela… en nosotros, aunque inquiete o no guste.

 

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