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Daniel Núñez: Hércules se confiesa ante el tiempo

A la luz del día la calle Pedro Perná luce su verdadera edad. Está un poco sucia, y varias de las casas que la custodian tienen esa peculiar mezcla de colores roídos, folclor e inventivas arquitectónicas, que intentan curar las heridas de los años en los barrios más humildes de La Habana. Un carro viejo salta sobre uno de los baches del asfalto y altera la tranquilidad. Su chofer dispara un par de palabrotas, mientras un grupo de muchachos con los torsos desnudos ríen a carcajadas.

Daniel Núñez, campeón olimpico en Moscú 1980. Foto José Raúl Rodríguez Robleda

Un señor mayor de mirada huidiza, y con manchas de aceite en su pantalón, descubre sus maltratados dientes a modo de saludo. Se lo devuelvo y continúo la marcha pues busco a una leyenda. Al hombre que en 1980 elevó a un país tras colgarse la medalla de oro en el levantamiento de pesas de los Juegos Olímpicos de Moscú. Después las tormentas de la vida lo castigaron. Mi jeroglífica caligrafía hace indescifrable la dirección que anoté en un papel. ¡Toca averiguar!

Un hombre que huele como si su cuerpo lo hubiesen usado de cenicero dice no saber. Una joven de torneadas pantorrillas balancea sus recias caderas y esquiva mi interés, tal vez por temor a un piropo inapropiado. Afortunadamente la memoria desentierra el número de la casa. Toco el timbre, y una interrogante despierta en mi interior, ¿será un diálogo sobre los sentimientos mudos o sobre el temor a pronunciar ciertas cosas en voz alta?

Un “buenos días, menos mal que encontraste la dirección”, me saca de mis pensamientos. Se trata de un hombre pequeño y macizo, que muestra su firme puño derecho a modo de saludo. Es Daniel Núñez. Ojalá esté listo para confesarse ante el tiempo.

“La sanción que recibí por dopaje en los Juegos Panamericanos de Caracas en 1983 fue merecida”, profiere antes de que se encienda la grabadora. ¿Necesitaba expresarlo? Se quita los espejuelos, los deja sobre la mesa del comedor. Se frota el rostro con las dos manos. Toma asiento y alza pesados recuerdos.

“Mi compañero Alberto Blanco y yo jamás tuvimos conocimiento del medicamento que nos suministró el entrenador ―prosigue―, yo vencía fácil. No tenía rivales. Tres días después de ganar supe del positivo en la prueba antidoping. El viaje de regreso fue duro ―aclara, a la vez que tamborilea en la mesa con los gruesos dedos de su mano izquierda―, en el avión me felicitaban, yo quería morirme. Sabía la verdad”.

Hace una pausa. Juega con los espejuelos. Casi con elegancia se los acomoda en el rostro. Su mirada es como un cañón listo para disparar sentimientos profundos.

“La familia sufrió mucho. Mi madre era un mar de llanto, mis hermanos y tías también. Recibí el apoyo de los amigos, pero el pueblo me rechazó. El asunto se calmó cuando se publicó una nota oficial donde mi preparador asumía toda la responsabilidad. Recuerdo que a la mañana siguiente de darse la noticia mi carro estaba repleto de periódicos y carteles de apoyo”.

Especifica que la Federación Internacional lo sancionó por dos años, mas le autorizó a competir extraoficialmente en Cuba. Además comenta que la decisión de no incluirlo en el Salón de la Fama es injusta. “Continúan castigándome por un error que no cometí”, exterioriza como si exprimiera el dolor de un sueño secuestrado.

Daniel Núñez, campeón olimpico en Moscú 1980. Foto José Raúl Rodríguez Robleda

El campeón se levanta. No obstante sus más de 60 años, luce fuerte. Solo desentona una divertida barriga, que parece pertenecer a otra persona. Se gira sobre sus talones y camina hacia una pared blanca colmada de fotos de su glorioso pasado. Un gesto sanador y medio arrugado se le cincela en el rostro.

“El 21 de julio de 1980 es mi segundo cumpleaños. Gané el oro olímpico. Es inolvidable”, refiere, en tanto acaricia con su mirada una fotografía enmarcada que inmortaliza el inolvidable momento. “Recuerdo que tres días antes de competir estaba pasado en 700 gramos. Estuve 48 horas sin ingerir alimentos. Mascaba manzanas y las escupía. Tomaba el agua con cuchara. Psicológicamente resultó estresante. Logré hacer el peso. Mi principal rival fue el soviético Yuri Sarkisian. La presión se lo comió. A mí todo me salió a la perfección. Récord mundial y olímpico”.

Se vuelve a acomodar en la silla como si fuera un rey en su trono. Se rasca la calvicie con ambas manos. Cruza los brazos sobre el pecho, y su boca pequeña y firme prolonga el viaje en el tiempo.

“Mi vida cambió luego del triunfo en Moscú. Mi pronóstico era bronce. Nuestra principal figura era Roberto Urrutia, quien abandonó el equipo durante un entrenamiento en México. Cuando regresé con el título, en toda Cuba querían conocerme. Recibí un montón de homenajes. Mi victoria fue un suceso político”.

Le inquiero algo que pone sus sentidos en alerta. Suspira como si le hubiese rozado una vieja cicatriz del espíritu. Se encoge de hombros en un gesto un tanto teatral, y yo me pregunto si existe la cura para ciertos pesares del alma.

“La presea olímpica me la robaron en una exposición en Expocuba. Me enteré accidentalmente. No me lo notificaron. Se realizaron las gestiones para recibir una réplica, pero como no se hizo denuncia a la policía, la idea no se materializó. Fue triste y bochornoso”.

Pasa unos segundos en silencio y cabizbajo. Se levanta y trae una caja repleta de fotos y premios. La abre y exorciza sus demonios.

“Disfruté todos los títulos y récords mundiales. La marca en la lid del orbe de 1981 fue especial. Fui el primero en los 60 kg en levantar 300 kilogramos. Romanov de Bulgaria también lo hizo. Se llevó el oro. Pesaba menos. Aun así, rompí esa barrera”.

Sus palabras tienen el perfume de las emociones. Recalca el rigor que implica la halterofilia, los traumatismos que puede generar, y como el envión fue el ejercicio que le resultó más complejo.

“A nivel continental estaba sobrado ―asevera mientras cuento más de siete medallas que brillan sobre la mesa―. Atesoro un récord curioso: fui el deportista más joven de la delegación cubana en los Olímpicos de Montreal 1976, concluí octavo. Pocos saben que entré en las pesas porque estaba preocupado por mi tamaño ―prosigue y ríe sin pausa―, cursaba la secundaria. En la casa se volvieron como locos con la noticia”, rememora, extiende las manos al cielo y encoge los hombros hasta que casi le rozan los lóbulos de las orejas. Busca fotos de esa etapa. Son muchas y de diversos tamaños. Están desperdigadas por la mesa. Una roba su atención. Esta amarilla, triste y arrugada. No soy un experto en lenguaje corporal, pero noto que se derrumba.

“Manuel Suárez fue como un padre. Gran preparador. Un hombre integral. Lástima que muriera en un accidente de tránsito. Me enseñó mucho sobre la vida. Jamás lo olvidaré”.

Otra vez de pie, con sus gruesas manos comienza a guardar las medallas y las fotografías en la caja. Las organiza como un niño con sus juguetes más preciados, aun así, no rehúye temas espinosos.

“Nos demoramos en permitir que las mujeres practicaran las pesas. Influyeron un montón de factores, incluidos los prejuicios. Algún sector de la prensa hizo lo suyo. Presentaron en la televisión un video de fisiculturismo. Distorsionaron la imagen de las pesas femenina. Crearon una opinión negativa. Tenemos 20 años de atraso en relación con otras naciones. Así es de complicado.

“Nuestro deporte ha retrocedido ―se proyecta con una pasión que conmueve―. El período especial fue duro. La base no se ha recuperado. No hay implementos. Hubo 12 gimnasios en La Habana, hoy creo que solo hay dos. Ahí están los resultados. Debemos rescatar la selección nacional juvenil. Existen casos de muchachos que han entrado al equipo principal sin ganárselo. Ahora suben de la Eide al Cuba. Eso perjudica. Quema etapas y los atletas empiezan a creerse cosas”.

Unos vasos de agua fría calman la sed y apagan las brasas de su fuego verbal. Da unos paseítos alrededor de la mesa, murmura algo y pasa página.

“Ejerzo lo docencia en el Fajardo (Universidad de las Ciencias de la Cultura Física y el Deporte). Tuve la posibilidad de prestar servicios en la selección nacional como director técnico. He impartido cursos en América Latina”.

Con pasos cortos regresa a la pared llena de recuerdos. De espaldas a mí señala algunas fotografías. Le acompañan personalidades de la cultura y la política de la nación.

“Nunca quise que los hechos de 1983 hubieran ocurrido ―asevera y su voz se desnuda de dolor―, el golpe fue duro. No volví a ser el mismo. Jamás olvidaré las victorias ―dice ya de frente, y saliendo de la trinchera emocional―, estar en el podio, ver la bandera en lo más alto, es una sensación indescriptible. En mi tiempo las conquistas se las dedicábamos al país, a la Revolución. Hoy, a la familia y a Dios. Respeto la forma de pensar de todos, sin embargo, creo que hay formas más profundas para agradecer un éxito”, recalca intentando ocultar su lamento.

Caminamos hacia la salida de la casa. Enciende un cigarro y le da una calada que casi lo convierte en ceniza. “Ya lo dejé, pero…”.

¿Qué han sido las pesas para usted? Le digo con un pie en la calle mientras parpadeo para protegerme de la luz del sol. “¡Mi vida!”, legitima con una expresión que certifica como ha sido él. Notorio, humano, imperfecto, rebelde…

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