Hace algunas décadas se repetía una frase que parecía exagerada (y a todas luces lo era), pero que resumía ciertos presupuestos de la jerarquización mediática: si no estás en las pantallas de la televisión, para millones de personas sencillamente no existes.
Si no estás en Twitter, Facebook, Instagram, YouTube… no existes para muchas personas. Y Twitter, Facebook, Instagram, YouTube (y otras tantísimas plataformas) te dan la posibilidad de conectarte con el mundo, de expresarte, recibir la información que necesitas, de compartir con tus semejantes, participar en los debates públicos, de ser una voz que importe en el apabullante concierto universal.
Gracias a las redes sociales de Internet (dicen algunos gurús), ahora todos tenemos la posibilidad que antes era privilegio de los medios de comunicación: socializar nuestro mensaje, proyectarlo más allá de los límites de nuestra casa y nuestra comunidad más inmediata.
No es tan sencillo
Y no solo porque no todos contamos con acceso a las tecnologías, sino porque el “ágora mundial” que se ha instaurado tiene sus reglas, sus gradaciones, sus lógicas… y el motor principal no es precisamente el afán caritativo de las grandes empresas que controlan el juego. Hay que ganar dinero, y la mejor manera es consolidando una hegemonía que es económica… y también política y cultural.
Convendría no perder eso de vista, si bien a buena parte de los usuarios esas peculiaridades no les afectan directamente. A quien quiere solo publicar las fotos de su fiesta particular o las imágenes e historias más tiernas de sus mascotas (algo, por supuesto, legítimo) poco o nada le importarán los rejuegos en el tráfico y la dosificación de la información.
La dictadura del algoritmo, el documental de Javier Gómez Sánchez que estrenó la Televisión Cubana el pasado viernes, desmonta mitos y revela lógicas en el cada vez más extendido ámbito de las redes sociales de Internet, al abordar no tanto su más amable e “inocente” faceta —la posibilidad de encuentro y diálogo entre personas que se quieren, o sus potencialidades educativas y culturales—, sino sus efectos en dinámicas sociales, que parten de una manipulación más o menos evidente de ciertos individuos con la decidida intención de subvertir sistemas y poner en crisis determinados consensos.
Es lo que sucede ahora mismo en Cuba, aprovechando la infraestructura que el país ha ido desarrollando (no sin dificultades, no sin conflictos) para insertarse en el demandante mundo digital.
No hay que darle muchas vueltas: las redes sociales son herramientas de poder que trascienden nuestras más cotidianas zonas de confort. Y las herramientas se usan en beneficio de quien las utilice. Por eso, más que demonizar el funcionamiento meramente técnico de una plataforma, el documental se ocupa de los resortes políticos que activan la maquinaria y su efecto en determinados sectores de la llamada opinión pública.
¿Hasta qué punto es diáfano, justo, equilibrado el debate que se propicia muchas veces en las redes? ¿Quién lo propone? ¿Quién lo modera?
Los algoritmos que rigen esas dinámicas responden, obvio, a los intereses de las grandes empresas que los crearon. Y el interés de una empresa, insistimos, es ganar dinero. Existe (o al menos debería existir) un posicionamiento ético, pero ¿la ética define? ¿Se puede hablar de una nueva realidad en las redes, de una sociedad paralela? ¿Somos los mismos en las redes? ¿Somos conscientes de las reglas y de hasta qué punto comulgamos con ellas? ¿Podemos separar el grano de la paja?
Son solo algunas preguntas del documental. Algunas entre muchas. Si le interesa más que chatear con sus familiares y amigos, quizás le convendría atenderlas.