Un simple transitar por cualquier calle habanera —aunque no debe ser privativo de la gran ciudad capital— permite ver cómo muchas, muchísimas personas, se empeñan en sacar el mayor provecho de las brechas o resquicios que lastimosamente, a veces en público y otras a hurtadillas, se entremezclan e intentan minimizar el ingente esfuerzo de un pueblo por desterrar el influjo de la COVID-19, y hacer avanzar la economía y la sociedad cubana.
Es difícil encontrar la calle en que una o más personas, mujeres, hombres, jóvenes o viejos, no se dediquen a la reventa de los más disímiles productos, léase ron, cigarros, aceite, espaguetis, pollo, detergente, medicinas y otros tantos, con una altísima variedad y un más alto precio aún.
Lo catalogo como una situación realmente lamentable, un ejemplo más que elocuente de desidia, de dejar hacer. Es más, constituye una colosal ilegalidad en medio del complejo contexto económico que tiene el país.
Ello se ha convertido en un modo de vida; en algo que vemos y permitimos. Me apena que alguien lo vea como un hecho carente de maldad, aunque el precio de una botella de ron supere los 500 pesos, si es de aceite los 300, mientras el paquete de leche ya se sitúe por encima de los 300, por solo citar algunos.
Pero ante ese mal que cada vez prolifera más, no veo la acción de los órganos concebidos para repelerlos. Actúan a la vista de todos ya que saben que no serán molestados, que no habrá multas, y que algunos —reitero— los verán con indulgencia. Por qué permitir tales acciones, ilegal fuente de altísima rentabilidad.
Y aunque no es lo mismo, es igual que dejar robar —o estafar— al carretillero, vendedor de productos agrícolas, que por una pequeña frutabomba pide 40 pesos o 30 por una piña mediana.
Ciertamente, el consumidor tiene que defenderse y no consentir que le arruinen el bolsillo. No obstante, en tiempos de escasez, si aparece el producto que necesita y tiene el dinero, pues lo compra y se hace de la vista gorda ante los demás. Así dicen muchos, y aunque no les sobra, tampoco les falta razón.
Fallan mecanismos estatales y de gobierno para evitar esos males, brechas y resquicios. Y es que no es bonito, diría que es muy feo, que cuando la doctora vecina, luchadora incansable por la vida de un sinnúmero de pacientes de la COVID-19, pide al carretillero la compra de una libra de guayaba, sin misericordia, este le diga: 20 pesos doctora.