Icono del sitio Trabajadores

Rogelio Marcelo: «Nadie me regaló nada»

Provincia de Cienfuegos .Trabajos de DeportesEntrevista a:Reportaje :24 de Nov 202025 Nov 2020Foto José Raúl Rodríguez Robleda

Cienfuegos.— Déjame contarte sobre mí expresa con sus ojos Rogelio Marcelo. Frisa los 56 años y su oscura piel está marcada por las profundas líneas espirituales de un intenso bregar sobre el ring. No hemos cruzado palabras y ya lo imagino como alguien de frases cortas. De esos que respetan la voz de su carácter. Ciertos rasgos de su casi ovalado rostro se le tensan y delatan. Definitivamente el boxeo aún circula por sus venas, solo que sin guantes. Tal vez por eso pienso en silencio, sea de los que encaran con singular filosofía el reto más apasionante y contradictorio del hombre: la vida…

Rogelio Marcelo, campeón olímpico de Barcelona 1992. Foto José Raúl Rodríguez Robleda

“No depende de mí que la gente me recuerde. ¿La verdad?, no pienso en eso, no me preocupa, estoy aquí y eso basta”, apunta mientras se acomoda en una moderna silla del Departamento de Prensa de la Dirección Provincial de Deportes.

Su razonamiento me desarma. De repente no sé de qué hablarle, ¿del deporte?, ¿de qué?… Viste un jean y pulóver deportivo de un intenso añil, combinado con modernos tenis del mismo color, ribeteados en blanco. ¿Le gusta el azul?, inquiero, y trato de llevar el diálogo a un espacio más conveniente.

Él revisa su vestimenta y dispensa una mirada imprecisa. Se recoloca en el rostro sus usados espejuelos de montura negra y plateada que le dan cierto aire de intelectual, y con acento cálido y fuerte responde a una interrogante que intuye en mi semblante, y que 29 años después todavía taladra el interés y las dudas de varios.

“En los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992 le metía caña a cualquiera. Que nadie lo dude. Salí de Cuba con la misión de lograr un buen resultado. Alcides Sagarra lo repitió tantas veces durante la preparación que me lo creí. El oro de los 48 kilogramos vino para acá”, ratifica amparado por la profunda paz del campeón.

“Recuerdo todos los combates que efectué. ¿Los nombres de los rivales? Oye, no me lleves tenso. Ya pasó mucho tiempo”, expone, y tras pasarse la mano izquierda por su ancha y brillosa frente, hurga en su memoria como si intentase alcanzar una preciosa moneda en las aguas más profundas.

“La ruta se inició un 26 de julio. La primera víctima fue un púgil de Nueva Zelanda. Después llegaron uno de Mongolia y otro de Filipinas. ¿Detrás vino… sííí, ya!, el español Rafael Lozano. Venía guapo tras derrotar al estadounidense Erick Griffin.

“El último —rememora, en tanto su mirada curiosa explora las cortinas azul celeste del local— fue el búlgaro Daniel Petrov. Buen boxeador.

“Hay personas que dicen que si Griffin hubiera chocado conmigo en la semifinal hubiera sido diferente. Yo digo que no (se le ilumina el rostro sin petulancia), estaba afilado, listo para quien fuera”.

Aclara, racionando las palabras como si se tratara del agua de un náufrago, que el título olímpico tuvo varios padres.

“En aquella etapa la rivalidad con Maikro Romero era tremenda. Me ganaba en los Playa Girón y los Cardín, sin embargo, en el exterior no alcanzaba buenos resultados. Los entrenadores con Alcides al frente analizaron el asunto y se decidieron por mí. Hubo quien no estuvo de acuerdo, incluida una parte de la prensa. El sacrificio fue grande. Nadie me regaló nada. Fui porque me lo gané”.

Abre y cierra las manos. Las agita con una cadencia casi musical. Ellas también marcan el ritmo del relato. Las reverencia con su mirada, luego de una eternidad siendo fieles compañeras cincelando el viril arte de los puños. Son compactas y con callosidades de diversas formas, que serpentean hasta la cima de sus anchos dedos.

“Nunca dije que me quitaron alguna pelea —se adentra en temas azarosos—. En el polémico Mundial de 1989 caí en la final contra Griffin. Asistí sin pronóstico de medalla y regresé con plata. Había boxeadores que eran candela viva, incluido un ruso. Les pasé la cuenta. A Griffin lo dominé. Los jueces no lo vieron así. Jamás diré que me despojaron”, manifiesta, y con mudo orgullo se ajusta en el dedo anular izquierdo una sencilla, pero gruesa alianza dorada.

“Fue mi rival más complicado internacionalmente —sostiene—, en 1991 peleamos otra vez por el título del orbe, perdí. ¿Su arma fundamental? Tirar mucho. Sus largos brazos lo ayudaban. Me batía. ¡Era duro el asunto! Tengo entendido que peleó como profesional, escuché que murió. No sé si es verdad”.

Rogelio MArcelo en los Juegos Panamericanos Habana 1991. Foto: Archivo Trabajadores.

Pequeños islotes callosos se descubren en sus codos mientras descansa los brazos sobre la silla. Junta las palmas de las manos como si invocara el pasado. Yergue la cabeza. Se le dilatan las aletas de la nariz y los latidos apresurados del alma lo trasladan a La Habana 1991.

“Ganar los Juegos Panamericanos resultó inolvidable. Defender la bandera cubana en el coliseo de la Ciudad Deportiva frente a tu público fue como un suero en vena. El ánimo se duplicó”.

Se mueve a gusto por el ring de la conversación. Piensa cada palabra. El respeto hacia los rivales es eterno.

“Juan Torres Odelín era duro. Combatimos fuerte, nunca lo superé. Hipólito Ramos resultó complejo. Pude con él una vez. Maikro fue espinoso. Chocamos cuatro o cinco veces. No pude frenarlo.

“Logré ser un buen boxeador en las tres distancias, fogoso”, afirma, y se muerde con fuerza su grueso labio inferior, para tratar de sofocar el profundo dolor de las caprichosas dentelladas del azar.

“En 1993 en medio de una pelea sentí una molestia en los ojos. Por momentos estaba como ciego. Los especialistas diagnosticaron desprendimiento de la retina. Tuve dos operaciones. Perdí el nervio óptico”, sus hombros se derrumban como cuando la vida nos secuestró para siempre ese amor que creíamos eterno. Las lágrimas nos igualan a todos. Llora con digna vergüenza. Saca del bolsillo derecho del pantalón un pañuelo de color verde marino y empieza a dominar la punzante emoción.

“Mi pegada era natural”, revela todavía bajo el manto del sollozo.

“No salía a noquear. Conmigo había que batirse. No subestimaba a nadie. Arriba del cuadrilátero si te haces el bobo acaban contigo”, certifica con un movimiento de cabeza, que subraya sus pómulos apuntalados por una mandíbula corta y firme.

Es difícil analizar el presente sin viajar al pasado. La historia del boxeo nacional se edificó sobre conquistas que se enraizaron en la memoria colectiva.

“El equipo que logró siete títulos en Barcelona 92 es de los mejores. Nadie ha alcanzado eso. Imposible nombrar un hombre por encima de los demás. Mi generación fue disciplinada. Tal vez alguno se descarrió, pero la mayoría cumplió”.

Otra vez se sube los espejuelos. El aumento de los cristales acrecienta sus inquietantes ojos, de un iris de negro pálido y acuoso, que algo cansados hablan con la luz de la experiencia.

“El mejor 48 kilos ha sido Jorge Hernández. Era muy técnico y ejemplo de la escuela cubana. El boxeo de aquellos tiempos era diferente. ¿Hoy?, pelean con los brazos abajo. ¡Eso no se enseñaba aquí! —se golpea con fuerza la palma de la mano con el puño derecho—. Le quita entre muchas cosas lucidez al espectáculo. ¡Ojalá se cambie!”, brota de sus entrañas.

“¿Cómo surgiste?”, indago para sacarlo de la evidente incomodidad. “Soy del campo”, precisa, y busca la hora en el enorme reloj color oro que hace parecer pequeña su mano izquierda. “Nunca pensé ser boxeador. Allá en Guantánamo, donde nací, practiqué pelota, atletismo y lucha. Escogí el boxeo para pasar mejor el Servicio Militar”, refiere con carcajada traviesa. “Mis hermanos me impulsaron. No pasé por la Eide ni la Espa. De una competencia que gané en el Servicio fui al Playa Girón de 1985. Terminé con bronce. De ahí al equipo nacional.

“Me casé aquí en Cienfuegos. Creé mi familia. Llevo 31 años de casado. Tengo un hijo. Es mi orgullo. Soy entrenador en la Academia Provincial”, manifesta.

“Quiero comentar algo”, explica, al tiempo que se apoya en las manos para levantarse de la silla, y libera otro puñado de emociones que corren veloces por las gruesas venas de su cuello. “Pude llegar más lejos en el deporte. La enfermedad en la vista lo impidió. Aun así logré lo que pocos alcanzan: la gloria olímpica. Eso es para siempre y nadie te lo puede quitar”, legitima, con una expresión que acentúa algunas arrugas alrededor de su boca…

Rogelio Marcelo vive su vida como el boxeo. Luchando, enfrentando lo que vendrá. Aferrándose a certezas en las que se siente seguro. Disfrutando y resistiendo, pues a él nadie le regaló nada.

Compartir...
Salir de la versión móvil