Las imágenes televisivas daban a conocer en vivo a todo el país el horror de lo ocurrido aquel atardecer del 13 de abril de 1961. Un incendio de grandes proporciones devoraba rápidamente El Encanto, la mayor tienda por departamentos de Cuba —otrora ícono de la burguesía—, situada en las céntricas calles habaneras de Galiano, entre San Rafael y San Miguel.
Bomberos, milicianos y vecinos batallaban heroicamente con las llamas en un intento por evitar que estas afectaran los locales y viviendas colindantes. El resultado fue un amasijo humeante de hierros retorcidos y escombros, pero un hecho insólito se podía observar en la fachada, donde todavía se visibilizaba el nombre del establecimiento: la bandera cubana sostenida por un mástil, colocada después de la nacionalización, permaneció intacta.
Era todo un símbolo de la decisión del pueblo de no dejarse intimidar por actos de terrorismo como este, que se recrudecerían en el futuro.
La CIA había proporcionado petacas incendiarias preparadas con explosivos plásticos C-4, camufladas en cajetillas del entonces muy apreciado cigarro Edén. Colocadas entre unos rollos de tela por un empleado vinculado a la contrarrevolución, al estallar desataron el incendio que se propagó al instante por los siete pisos de la tienda a través de los conductos de aire acondicionado.
Allí perdió la vida Fe del Valle Ramos (Lula), quien se hallaba de guardia en su centro. Era la jefa del departamento para niños y atesoraba una activa trayectoria revolucionaria: miliciana, federada, cederista, fundadora del sindicato en la tienda, afanada en la creación de condiciones para abrir un círculo infantil destinado a los hijos de las empleadas…
Aquella mujer querida y respetada por sus compañeros de labor dejó dos adolescentes huérfanos. Al producirse el siniestro, Robin Ravelo tenía 14 años y su hermano Erick, de 17 —ya fallecido— se encontraba estudiando aviación en Checoslovaquia. La familia la conformaban además el esposo de Fe, Orlando, la hermana de ella y la mamá, abuela de los muchachos. Ese día el padre había regresado de la caminata de los 62 kilómetros, dura prueba que debían vencer los milicianos.
“Mi papá estaba agotado y se acostó, pero a eso de las seis o siete de la tarde alguien llamó por teléfono para decirle que El Encanto estaba en llamas y él salió hacia allá inmediatamente, recuerda Robin. Después vinieron momentos de angustia sin tener noticias de mi mamá, ni una llamada; al cabo de los días aparecieron unos restos y papá la reconoció por un reloj que ella tenía puesto. Así supimos que había muerto en el incendio.
“Mi madre había venido de su tierra natal, Remedios, con mi abuela y mi tía, aquí conoció a mi papá y se casaron. Él había sido trabajador de El Encanto, en el departamento de vidrieras y decoración. Antes del 59 ambos colaboraban con el Partido Socialista Popular y realizaban otras actividades contra el batistato. Después del triunfo se entregaron de lleno a la efervescencia revolucionaria de aquellos tiempos.
“En nuestra familia éramos muy unidos. Mi mamá fue ante todo una mujer buena, y para mí esa es la primera cualidad que debe tener una persona. Hacia sus hijos manifestaba una mezcla de amor con exigencia, como yo creo que se debe criar a los niños. Tenía una personalidad fuerte, y era de las que cuando se comprometían en un proyecto le ponía alma, corazón y vida. Eso la llevó a brindarle todo su esfuerzo a la Revolución. Después del sabotaje papá se quedó a vivir con nosotros y permaneció viudo hasta su muerte. Y es que ella dejó una inmensa huella de cariño”.
Han pasado seis décadas y aquella trabajadora y madre encarna la disposición de muchas que han ayudado modesta, pero decisivamente a construir una nueva vida. Otras la continúan imbuidas de la misma fe en la Revolución con la que ella hizo honor a su nombre, y aunque el terrorismo destruyó su centro, no pudo borrar su legado.