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AL PAN, PAN: Contra las lógicas meramente mercantilistas del arte

La cultura artística y literaria no debería ser asumida sencillamente como un producto que se pueda ofrecer y comprar, como una mercancía… por más que pueda llegar a ser un servicio, por más que algunas de sus expresiones y concreciones puedan compartir lógicas mercantiles y hasta ser “rentables”.

 

Hay expresiones, cómo el ballet y la danza en general, que precisan de apoyo institucional. En la imagen, el Ballet Nacional de Cuba. Foto: Yuris Nórido

 

Obviamente, hay un mercado para la cultura y una industria cultural que mueven millones (muchos millones) cada año, que devienen potencial económico y sostienen (y son sostenidos por) un entramado inmenso de transacciones.

Pero hay un gran acervo cultural que no encaja en esos mecanismos, o encaja solo en parte.

Arte de calidad. Arte de altísimo vuelo y profundas implicaciones sociales. Arte renovador. Arte de fuertes raíces populares. Arte, en fin, que precisa de la protección de los estados, de la misma manera (hasta cierto punto) que la necesitó (y en algunos lugares sigue necesitándola) de los grandes mecenas.

Si asumimos al socialismo como sistema de gran calado humanista, habrá que asumir que el disfrute por todos los ciudadanos del arte y la literatura tiene que ser un derecho inalienable.

Y el derecho a disfrutar de todo el arte implica, necesariamente, el derecho a crearlo, teniendo en cuenta el talento y las capacidades de los creadores.

El arte (al menos buena parte del arte) no se hace “de la nada”. Es preciso contar con determinados recursos. Y hay expresiones que precisan incluso de considerables sumas.

Asumirlas como meras “inversiones” para conseguir ganancias puede ser una apuesta insegura… y en todo caso, no garantiza el acceso democrático a esas creaciones.

Un solo ejemplo, el ballet en Cuba. Si se pretendiera recuperar la “inversión” para hacerlo “rentable”, los precios de las entradas tendrían que estar por las nubes, difícilmente estuvieran al alcance de la mayoría de los aficionados.

Alguien podría decir: “Este es un país pobre, no necesitamos un ballet”. Pero, ¿cómo renunciar a las maravillosas realizaciones de ese arte en Cuba? ¿Sería justo reducirlo nuevamente a puro pasatiempo de “clases pudientes”?

Y como el ballet, la danza en todas sus manifestaciones, el teatro (el más popular y el más experimental), el cine, la música en su amplísimo espectro, las artes visuales…

La política cultural de la nación parte del principio de que la promoción del arte y la literatura es una responsabilidad del estado, que debe garantizar su más plena socialización. Y no se asume al arte como simple entretenimiento (que también puede serlo), sino como sostén de la nacionalidad, posibilidad cierta enriquecimiento espiritual de los ciudadanos, ámbito expresivo de libertad y emancipación.

Esas visiones “economicistas” que exigen del arte rentabilidad a ultranza tienen más que ver con concepciones neoliberales que con la vocación de un proyecto socialista.

No significa, obviamente, que se deba “botar el dinero”. Hay que administrarlo con eficacia, atendiendo jerarquías, merecimientos y resultados.

Pero esos resultados no pueden medirse en términos monetarios, sino a partir de consideraciones éticas y estéticas.

En los tiempos que corren, el arte absolutamente gratuito puede llegar a ser un despropósito, teniendo en cuenta que el artista merece y necesita retribuciones que van más allá de un aplauso, del reconocimiento público.

Pero no debería ser privilegio de unos pocos (los que pueden pagarlo) o ser reducido a un cúmulo homogéneo de “productos” serializados, para consumir, pasar el rato y olvidar. Ámbito de enajenación. Simplificación de la vida.

Hay que seguir subvencionando el arte en Cuba, desde la enseñanza hasta la concreción de sus prácticas. No es dinero perdido, no es una carga onerosa. Contribuye a la elevación de la calidad de vida de los ciudadanos, fortifica y consolida una visión de país.

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