Sobre las seis de la mañana, Pedro Domínguez Noguet se levanta, prepara el café y le lleva la humeante taza a su querida esposa, Ileana Roque. Es un hábito que tiene desde que comenzó su matrimonio hace más de dos décadas. Después, antes de que salga el sol, se va en su bicicleta hacia el policlínico Efraín Mayor, en el capitalino municipio de Cotorro. Desde hace años, forma parte de los operarios de vectores que han enfrentado las campañas de higienización en el territorio.
“Cuando formamos, los jefes de brigada y de área nos informan la tarea que realizaremos en el día, confirman si tenemos los implementos necesarios y nos vamos a cumplir la misión”.
La bicicleta es una compañera de antaño. En las calles del Cotorro empezaron las prácticas de un deporte que tendría incidencia en su vida. “De forma seria comencé a los once años, guiado por un hombre de apellido Chirino. Obtuve una beca en una escuela deportiva que existía en San José de Las Lajas, provincia de Mayabeque. Posteriormente, empecé mi preparación en la Escuela de Iniciación Deportiva Escolar (EIDE) de La Habana, donde gané medallas de plata y bronce en unos juegos escolares. Permanecí ahí hasta 1975 en que fui llamado a cumplir el Servicio Militar en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR)”.
Según recuerda, practicó maratón y pentalón militar e incluso, alcanzó medalla de bronce en una competencia.
Inquietudes artísticas
A inicios de 1980, Pedro empezó a trabajar como ayudante en la fundición, ubicada en el poblado de Cuatro Caminos. “Después me hice operario de grúa viajera destinada a mover grandes cargas: se hacían muchas piezas, era un trabajo riesgoso, pero me gustaba”.
Los años difíciles del llamado período especial, en la década del 90 del pasado siglo, le hicieron cambiar de oficio. “En el Cotorro había un grupo que hacía decoraciones de cabaret, comedores, fábricas y locales y me incorporé a este. Yo tenía inquietudes artísticas, en mis tiempos libres hacía esculturas en madera y pintaba cuadros de forma empírica, así que no me fue difícil”.
En estas funciones estuvo hasta que en el 2002 se incorporó como operario de vectores. Cada jornada, pedalea más de diez kilómetros hasta 100 y Ojo de Agua, sitio ubicado en la periferia del Cotorro. Allí le corresponde inspeccionar almacenes, fábricas, granjas y el caserío existente. Le gusta revisar con detenimiento, pues un descuido puede permitir que el mosquito Aedes aegypti se reproduzca y cause graves enfermedades.
Señala que durante el primer brote de la Covid-19 estuvo separado del trabajo durante cinco meses: “soy vulnerable, padezco de diabetes e hipertensión. Ya me reincorporé, pero soy muy cuidadoso, cumplo rigurosamente las normas de protección”.
Luego de una experiencia familiar difícil en relación con el nuevo coronavirus, sabe que ninguna medida es extrema. “Voy a la casa de mi hija Massiel para saber de ella y de mis dos nietos y no subo, desde afuera pregunto cómo están. Al principio, mi hija no lo entendía, pero le digo que es por el bien de ellos, a veces estoy en lugares complejos y hay que cuidar a la familia”.
Otra pasión
Los deseos de crear nunca han abandonado a Pedro. Ante la carencia de materiales para pintar y hacer sus esculturas, optó por el papel maché, más barata, aunque reconoce que, en la actualidad, es escasa la harina, uno de los componentes de esta antigua técnica. Rodeado de algunas de sus piezas, manifiesta que se inició de manera autodidacta. “Luego, Patricio, un compañero, empezó a enseñarme. Lo primero que hice fue una fuente con frutas y me gustó, así me fui apasionando. Durante los cinco meses que permanecí en la casa, debido a la Covid-19, realicé algunas obras. Patricio me habló de la posibilidad de participar en una exposición colectiva y creé la Bota con el hombre cactus, es la pieza que más me gusta. Aún no hemos podido efectuar la exhibición, pero confío en que la pandemia termine, y podamos seguir con los proyectos”.