La Escuela de Iniciación Deportiva (Eide) Héctor Ruiz, de Santa Clara, funciona como centro de aislamiento para contactos directos de casos positivo de COVID-19; uno de sus entrenadores describió en su cuenta en Facebook lo que se siente colaborando en ese lugar de máximo riesgo.
Por casi ya estar al límite permisible de edad de los vulnerables y por ser gloria deportiva cubana que debe cuidarse iba a impedírsele participar, a lo que se opuso.
Por lo emotivo del texto, la descripción humana de esos momentos de apoyo que es expresión del altruismo cotidiano que el colectivo ha desplegado, por ser esta experiencia la de todos los que allí se entregan a cuidar y proteger a los necesitados reproduzco el texto.
Trueba Veitia ha dedicado crónicas con sistematicidad desde su perfil en Facebook durante este período pandémico; quienes le conocemos le decimos el entrenador-escritor.
Corazones compartidos
Ustedes solo tienen que responder sí o no!!!…
El silencio se hizo protagónico… ni una sola palabra se filtró por los tejidos que cubrían gran parte de nuestras caras…
Previamente el director había dado una explicación detallada del porqué fuimos citados en aquel salón con tanta premura. Nuestra escuela, desde el inicio, había sido elegida como centro de aislamiento para sospechosos, era necesario reordenar el trabajo. Una cosa es saber cómo funciona un sistema de alto riesgo desde afuera y otra muy distinta, correr el riesgo dentro del sistema.
Con voz solemne el director comenzó su pase de lista.
Sin poder evitarlo, una sensación desagradable comenzó a invadir mi esqueleto y no por conocida dejaba de ser desagradable… la adrenalina hacía de las suyas.
“Francisco Trueba!…”.
“Sí…”. Respondí intentando sonar lo más natural posible.
“No…”. Ripostó tajantemente la voz cantante.
“Por qué no?…”, pregunté.
“Luego le explico”.
Los no elegibles nos presentamos al nuevo lugar indicado y luego de un desacuerdo con el responsable regresé, pedí permiso y lancé con el mayor respeto posible:
“Me voy a la zona roja, ahí tengo la misma edad, pónganme en el grupo con Cramer y Reynier…”.
Ese día llegué algo más temprano que lo acordado, el sol se frotaba los ojos y estiraba algunos rayos con desdén sobre las palmeras que se alinean hasta la piscina.
Esperé por mis colegas, dos jóvenes y excelentes entrenadores de polo acuático con quienes me une una linda amistad. Cuando llegaron nos dirigimos al otro lado de las cintas que todos reconocen al instante.
“Pasen a esa salita y pónganse esto, ya estamos en hora de llevarles el desayuno a los pacientes”, indicó desenvuelto un muchacho que nos estaba esperando.
Cramer fue el primero, luego yo… y ahí fue cuando fue. Para estar protegido fui forrado desde mi casa, vestía deportivamente empezando por los tobillos, llegando hasta las muñecas, y terminando con una capucha en la cabeza, dos nasobucos y unos guantes quirúrgicos de talla muy pequeña, no sé si podrán imaginar mi bloqueo mental al observar el nuevo módulo hospitalario!!!… Cuando logré colocarme finalmente la face shield en la cabeza, ya mi frecuencia cardíaca estaba por las 180 pulsaciones por minuto. Intentar mantener el equilibrio en un solo pie mientras cambiaba las múltiples piezas asignadas por mi inútil vestimenta, evitando que alguna cayera al suelo y se pudiera contagiar con un posible virus al asecho, fue todo un reto casi aterrador… “quizás era por esto que Grimaldo, el director, dijo que no cuando yo dije que sí!!!…”.
Me uní al que lideraba nuestro trío, y juntos salimos disparados escaleras arriba hasta el tercer piso portando la valiosa carga… ¿Usted ha experimentado alguna vez un ataque de pánico? … ¿No?, pues yo sí, hubo una época en que eran más comunes que los momentos de sosiegos, afortunadamente aprendí a superar y regularlos a mi favor.
Al llegar a la puerta de la primera residencia, el plástico de la careta estaba completamente empañado por los intensos vapores que yo exhalaba por la nariz y la boca, mis lentes de visión progresiva no me permitían progresar absolutamente nada, pues no veía, la transpiración provocada en principio por la deuda de oxígeno, hicieron que el pijama, el sobretodo, el gorro, las botas, los guantes y el tercer nasobuco integrado me hicieran sentir como si una anaconda me estuviera apretando.
“…Tú dijiste que sí, ahora contrólate, sabes que esto pasará pronto…”, me dije a mí mismo.
La primera en salir a la puerta fue una señora mayor, de aspecto aparentemente frágil y con una sonrisa que nos abrazó a los tres, mientras la neblina comenzaba a disiparse en mis escudos protectores, pude ver con mayor nitidez a mis dos compañeros entregar el desayuno. El torbellino no había durado más de diez segundos. Con las palpitaciones restauradas las sudoraciones quedaban como un calentamiento ideal para entrar al trabajo de todo un día.
Después de repartir la merienda a las diez de la mañana, ya en perfecta forma deportiva, una joven enfermera me pide de favor que le avisara a los que estaban de alta que bajaran.
“Con mucho gusto seño, para eso estamos aquí”, respondí mientras burlaba las cintas con una flexión en movimiento.
“Vamossss!… los que dieron negativo ya pueden bajar…” y fue cuando me quedé varado en el tiempo… en ese mismo cubículo radicaban mis atletas cuando comencé como entrenador después de graduarme en el ochenta y uno, los veía entrar y salir con sus toallas enrolladas con la trusa adentro, colocadas debajo de un brazo y con el otro llevaban los balones de polo para ir a entrenar a la piscina, con esa alegría y vitalidad mágica que nos regala la adolescencia…
“ Profeeee!!!, me gritaron riendo desde la planta baja, recuerde avisarles a los de la residencia ochooo !!!”.
El recordatorio me hizo regresar al 2021, los años del primer lustro de los ochenta volvían a quedar atrás. Saltando de dos en dos los escalones llegué al último piso, contento de aportar la buena noticia…
“ Arriba!!!, a los que les denegaron la prórroga la guagua los está esperando para llevarlos a casita!!!…”.
A las doce ya estaba en las puertas del comedor el responsable de alimentar a los pacientes, personal médico y a todos los demás, me recordaba a los relojes Cucú por su puntualidad absoluta y por su forma de aparecer y desaparecer tras dejar los alimentos en el lugar adecuado. Luego de repartir el almuerzo y dejar fumigada cada área desocupada tras las altas médicas, nos sentamos a almorzar todos.
La jornada había terminado con la tercera merienda, el tiempo pasó volando como los emblemáticos Mayitos, miles de pajaritos que cruzan los edificios de la EIDE a esa hora camino al parque Vidal de Santa Clara, con el único propósito de alegrarnos la vida y pasar la noche.
Apenas si sentíamos el efecto físico del sube y baja de las escaleras, la sensación única de provocar una sonrisa en un rostro donde antes había solo temor, o de recibir un gesto agradecido por compartir preocupaciones o de vivenciar servicios del más alto valor humano con verdaderos profesionales de la salud, en un ambiente de increíble familiaridad, compensaba cualquier desgaste y justificaba el riesgo.
Nos despedimos con un abrazo en la distancia, agradecidos por ser nuevamente útiles, allí dejábamos nuestros corazones compartidos.