Toda la Patria está en la mujer: si ella falla morimos: si ella nos es leal, somos.
José Martí
Desde los años fundacionales de la Villa San Salvador de Bayamo, reverberaron en la ciudad las historias de mujeres que alcanzaron la cima del honor por sus ideales y acciones a favor de la causa independentista.
Una de ellas, la más ferviente quizás, fue Adriana. Nacida en 1849, era la hija primogénita de Francisco del Castillo Moreno, abogado, y Luz Vázquez y Moreno: la mítica pareja que protagonizaron aquella serenata en que se cantó La Bayamesa, devenida primera canción trovadoresca del pentagrama nacional.
Desde la cuna conoció del amor profeso a la Patria y de aquellos sentimientos que hicieron se fuera acrisolando la nacionalidad cubana en esta porción del oriente del país.
Imberbe aún, influía a sus amistades y allegados a través de la palabra, y les alentaba acerca de la necesidad de batallar por la soberanía. No le importaba el sitio o el peligro por la presencia de los soldados españoles, apoderados entonces de estas tierras, las que gobernaban con brazo vil.
Con una convicción inmutable y una actitud casi rebelde, Adriana del Castillo llamaba la atención de las figuras más prominentes que organizaban la lucha armada, como Carlos Manuel de Céspedes, iniciador de las gestas, y Francisco Vicente Aguilera, segundo al mando insurrecto, quien llegó a depositar en ella toda su confianza.
La joven celebró con manifiestas esperanzas los sucesos del 10 de octubre 1868, la entrada victoriosa a Bayamo, diez días después, del grupo que integraba el incipiente ejército de mambises; el canto originario que llamaba al combate por la libertad, declarado luego Himno de Bayamo; la integración del primer Gobierno revolucionario de la Isla y los meses de total independencia en la próspera región.
En esos días ayudaba como enfermera, junto a sus hermanas Lucila y Atala, atendiendo a quienes en las confrontaciones habían resultado heridos o padecían alguna enfermedad.
Luego del incendio de la ciudad, el 12 de enero de 1869, fue su familia una de las que prendió fuego a su casa para dejar solo cenizas a quienes se aproximaban furiosos a reconquistarla.
Con el mínimo de pertenencias partió Adriana, junto a su madre y hermanas, hacia la zona más intrincada de Guisa. Allí se resguardaron bajo una cubierta de ramas y se alimentaron de las frutas, raíces y hojas que encontraban, hasta que fueron sorprendidas por un grupo de soldados españoles, quienes las trasladaron a Bayamo.
Ante el doloroso estado físico en que estaban, les permitieron, a manera de prisión domiciliaria, permanecer en las ruinas de la caballeriza de su antigua propiedad: lo único que quedó en pie después de la quema. Adriana padecía de fiebre tifoidea y Lucila de tuberculosis.
Por orden de un oficial de la metrópoli, el médico militar acudió a atenderlas pero recibió la firme negativa de la muchacha quien le profirió su repudio, su inclinación a morir antes de ponerse en manos de un español y exclamó “…yo soy una insurrecta. Yo ayudé a quemar a Bayamo.”
En una segunda ocasión que las visitó el galeno, con el mismo ánimo de asistirlas, la joven bayamesa lo esperó de pie junto a su cama, agarrada con las últimas fuerzas que le quedaban, afiebrada y sufriendo dolores: cantaba el Himno de Bayamo.
Su muerte se produjo en enero de 1970, con apenas 19 años.