“¡No puedo explicarlo! ¡Es mi peor pesadilla!”, exclama Lorenzo Aragón. En el Prado, y a los pies de un melancólico árbol, cuyas hojas verdes y amarillas se desprenden como lágrimas de complicidad, todavía lamenta su caída en la final del boxeo olímpico de Atenas 2004.
El rostro se le contrae al confrontar los recuerdos. Busca las palabras precisas para sortear la tormenta. El faro en la niebla del tiempo. Lo miro e imagino que algo le ha impedido aceptar los caprichos del destino. Podría sacar pecho de su glorioso currículo, sin embargo, aún soporta ese azote en la carne de su espíritu.
Pocos se atreven a exhibir en público sus fantasmas. Él se arriesga y regala una declaración franca y valiente. Eso brilla como el oro.
“Era el favorito. Salí a buscar la corona ante el kazajo Bakhtiyar Artayev. Peleamos bien. Gané algún asalto, pero perdí. Aunque, sin justificarme, combatí lesionado”, se defiende y estruja su hombro derecho como si buscara alivio y respuestas.
“En el colectivo técnico no estaban felices con la medalla de plata. Bajé del ring molesto y frustrado. Me sentí solo. No se lo deseo a nadie. Es terrible. No encuentro las palabras”, prolonga, mientras continúa masticando su dolor. “En la calle a cada rato me recuerdan esa derrota. Incluso amigos míos. Tengo que vivir con eso”.
Aprieta las manos y sus nudillos se desnudan rocosos. Su firme mentón aterriza en su pecho. Sus ojos se humedecen de un daño silencioso. Son la voz de la desgracia.
“¿Sabes? —dice con acento optimista, y aún bajo el triste árbol que ya no llora hojas verdes y amarillas—, de mis tres títulos en mundiales, el del juvenil de 1992 es el más importante. A esa competencia solo se va una vez. De adulto la corona del 2001 la gocé. Demostré que sí podía. En el 2003 brillé. Efectué seis peleas en siete días”.
Su verbo, rápido y espontáneo, vuela con libertad. Cierra los ojos y descubre los rostros que enfrentó. Se niega a ser actor secundario en historias en las cuales fue protagonista.
“Peleé en los Juegos Olímpicos de Atlanta 96 contra Floyd Mayweather Junior”, apunta con vehemencia. “Joel Casamayor abandonó la delegación y lo sustituí. En cuartos de final enfrenté a Mayweather. Fue una dura prueba. Ya ahí se veía que sería un fuera de serie en el profesionalismo. Teníamos un estilo similar y creo que le gané”, asevera con una expresión repleta de goce e inconformidad. Mi incredulidad deja escapar una leve sonrisa. Aragón se sorprende. Arquea las cejas y percibo lejanas cicatrices en ellas. ¡Huellas de las batallas!, digo en silencio. Una ligera mueca se delinea en su boca y toma la palabra otra vez.
“¿No lo crees? La votación quedó 12-11. Le marcaron puntos que nadie vio”, refrenda con autoridad, lanzando al vacío uno de los golpes con los que retó a tamaña leyenda. “Mira la pelea en YouTube y verás, enfatiza. Mantenemos la amistad y la comunicación”, recalca, en tanto se acomoda con orgullo la ropa deportiva, que con marcado acento cubano viste inmaculadamente.
El sol arde. Sus latigazos nos obligan a buscar refugio. Caminamos por la acera y advierto algunas canas en su cabeza. Tienen el mismo color de la presea que lo atormenta. ¿Casualidad o antojos del azar?, me interrogo.
“No busqué el récord de ganar torneos Playa Girón en unas cuantas divisiones”, prosigue desterrando mi observación. “Lo mío era imponerme. Logré 10 coronas. Seis en diferentes pesos. Alcides Sagarra influía para que bajara y subiera de peso”.
Apuramos la marcha. Nos detenemos en un portal. En una columna robusta, pero con cicatrices del tiempo como él, apoya su espalda. Mete las manos en los bolsillos de su pantalón y cruza las piernas. Su rostro libre de arrugas se cobija en remembranzas.
“La división más compleja para mí fueron los 57 kg. Peleé con huesos. ¡Imagínate, Mario Kindelán, Joel Casamayor, Manuel Martínez y Arnaldo Mesa! ¡Eso es por arriba! Si hago memoria no termino. ¡Fuerte!, ¿verdad?”, expresa, y aclara que el santiaguero Víctor Romero fue su rival más enconado. “Nos fajamos cuatro veces. Gané, pero ¡uf!, pasé muuucho trabajo”.
Otra vez toca andar. Estar quietos es una angustia. Las personas lo reconocen. Le reclaman un saludo. Dos señores mayores fuman y conversan. Uno rojizo asfixia con sus regordetes y amarillos dedos un marchito cigarro. Envuelto en una fastidiosa nube de humo le regala un amable “¡Buen día, campeón!”, Aragón devuelve la cortesía y ríe. Nos sentamos en un banco del bulevar. El gentío no lo descubre. Al menos por ahora, pienso con una mudez feliz.
De repente percibo que sus negras y expresivas pupilas se dilatan. Se arman de furia e iluminan una oscura tragedia del pasado.
“En el 2000 abusaron conmigo. Hubo discriminación y falta de ética. El asunto comenzó en 1999. Luego de hacer una gran preparación y superar a Diógenes Luna no fui a los Panamericanos de Winnipeg 99. Tras los juegos delante de mis compañeros me desacredita- ron. Me separaron de la selección nacional. Dijeron que no era con- fiable”, explica con una gestualidad cargada de pólvora y metralla que fulminaría la conciencia de varios.
“Luego en el Girón del 2000, tras ganarle a Roberto Guerra 10-4, le levantaron la mano a él. Fue duro. La prensa me dio la espalda. Decidí no boxear más. Gracias a Ramón García y Onelio Carrillo, así como a mis padres, seguí adelante. Finalizados los Juegos Olímpicos de Sídney volví al equipo nacional junto a Sarbelio Fuentes. Es como mi papá”.
Más calmado manifiesta que sus fortalezas eran la técnica y la estrategia, sin olvidar el físico. “Llegar al Cuba no fue fácil. No exploté como escolar. En los Juveniles comencé a hacerme sentir”.
Nos levantamos y caminamos despacio. ¿Qué diferencias aprecias entre el boxeo que practicaste y el actual?, le pregunto. Se ajusta el pulóver y se le acentúa el abdomen, feliz de no respetar dietas. Encoge los hombros. Se rasca la barbilla. “Mira, me gusta Andy Cruz. Se asemeja a mi generación. A los otros les faltan golpeo de encuentro, y mejorar en la media distancia. Los respeto.
“Pensé en el retiro después de Atenas 2004. Estaba agotado. Ya eran 14 años en la selección nacio nal. Bajando y subiendo de peso. Con más de 400 combates y unas cuantas lesiones. Quería dedicarme a la familia. Dije adiós en el Cardín del 2005”.
Otra vez andando por el Prado sorteamos rostros, dramas y saludos. Lo entiendo, aunque estropee parte de mi objetivo.
“Vengo de una familia humilde”, dice con naturalidad y sentimiento. “Nunca nos faltó el plato de comida, ni los zapatos. Nos decían los 46. Éramos un montón en una casa grande en Santa Isabel de las Lajas. “Escogí el boxeo para sacar adelante a los míos. Esteban Cuello me descubrió. Soy lajero de corazón. Mis medallas están allí. La mayoría en casa de mi mamá”. Solicita una foto junto a la estatua de Benny Moré y comenta que en su labor de comisionado provincial logra positivos resultados. “Vamos bien”, certifica.
Dialoga sin temores. Se siente libre como en el ring. Por eso lanza golpes al corazón del pasado.
“Alcancé buenos resultados deportivos. Sufrí injusticias. Algunas ya las comenté. Otras no las olvido. Tuve que ganar siete veces el Playa Girón para asistir a un mundial. Jamás recibí una explicación. ¡Candela, eh!”, legitima con un suspiro duro y liberador.
“Soy feliz”, refiere y sale del mal trance. “El pueblo me quiere. Cuando salgo a la calle viste lo que pasa. Disfruto de la familia. Adoro a mi país, y si estoy aquí, es porque así lo quiero y lo siento”.
Lorenzo Aragón seguirá ligado a los guantes y al cuadrilátero. Su pasión por el boxeo le ha tributado una historia salpicada de emoción,trampas y coraje. De risas y lágrimas. ¿Acaso no son así las páginas del libro de la vida?
Al despedirnos soltó una palmadita en mi hombro derecho. “Gracias por recordarme”, expuso.“Siempre seré el Negrito de Guayabal. El hijo de Cienfuegos. Todo lo que dije sucedió. Palabra de hombre”.